Este 25 de noviembre fue el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y este periódico le ha dedicado excelentes artículos y reportajes. Vivimos en un país que, afortunadamente, está, en cuánto a violencia contra la mujer y feminicidio, por debajo de la media europea. Esto no debe ser jamás un pretexto para no estar atentos y denunciar cualquier situación en la que una mujer pueda ser víctima de su pareja. Y tampoco dejaremos de entender las causas de esa violencia porque el conocimiento es nuestra única vía para tratar, si no de extinguir, por lo menos de atenuar esa lacra que tanta consternación nos provoca.
La violencia es una cuestión que ha suscitado ingentes estudios y trabajos en investigadores de todo tipo. Y muchos biólogos y antropólogos evolucionistas le han dedicado análisis y reflexiones a la que se da en el seno de la pareja. Como el tema es el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer nos concentraremos en la violencia del hombre hacia su pareja femenina, y en la que no es resultado de adicciones o de enfermedades mentales, tan frecuentes, por desgracia. A grandes rasgos, hay dos razones innatas importantes para la violencia masculina: el estatus y los celos. La primera dice que en la competición por las parejas sexuales los machos con un bajo estatus solían quedarse sin descendencia, y esto ha dejado huella. ¿Qué amenaza ese estatus? Pues ser pobres, no tener un reconocimiento ante otros hombres o no conseguir recursos o poder. Y cualquier cosa que recuerde a un hombre su frágil condición, como la infidelidad o el abandono, puede propiciar el resentimiento y la agresión. Efectivamente, los hombres que se sienten humillados son más propensos a infligir violencia a sus esposas.
Y la segunda razón, los celos, resultan del pánico instintivo de los machos a criar hijos que no sean suyos. A un callejón sin salida genético. Según las investigaciones de paternidad que permiten las secuencias de ADN, incluso en las sociedades estrictamente monógamas (sean de pájaros o de mamíferos), un porcentaje elevado de los hijos no suele ser de quien aparece como «titular». No es de extrañar que, desde que se inició cierta regulación del acoplamiento monógamo, la solución del macho Homo sapiens para asegurar su paternidad (que ya no opera como en otros primates a través de la defensa del territorio) sea el escrutinio de la pareja.
Los celos cumplieron desde épocas muy antiguas una función de relé, es decir, una función de disuasión de merodeadores y galanteadores, tanto en el macho como en la hembra. Con el tiempo y el proceso civilizatorio, fue apareciendo una débil y emergente confianza que ahorraría la vigilancia constante, pero los celos, como enérgica solución evolutiva, convierten a los hombres (y en porcentaje no desdeñable a las mujeres) en compañeros potencialmente peligrosos. Hay investigadores que sostienen que los celos, como programa atávico, han perdido su función adaptativa ancestral. Piensan que son algo parecido a un trozo de basura genética y que los seres humanos mudaremos hacia una nueva estrategia adaptativa con el tiempo. ¿Qué tiene eso de verdad? No lo sé, pero ahora mismo los celos son inseparables de la pareja humana. Quizás porque están grabados en el cableado básico del cerebro del hombre y de la mujer.
Naturalmente, no estoy justificando ni la violencia ni el crimen. Pero no se puede negar que existen siniestralidades ligadas al sexo. El asesinato por motivos sexuales es una causa típica de siniestralidad del género femenino. Y, por otro lado, dejando aparte temas como la guerra, los accidentes de tráfico y los ligados al deporte, el accidente laboral podría ser la cara masculina de las muertes de “género”. La muerte por accidente laboral es típica del varón. Esta misma semana, por ejemplo, y haciendo una búsqueda superficial sin salir de España, el domingo 24 de noviembre un obrero que trabajaba en la reconstrucción de un instituto de Massanassa afectado por las inundaciones murió tras derrumbarse parte del tejado. El martes 26 murieron dos trabajadores del Ave al ser arrollados por un tren en Palencia y otros tres trabajadores murieron (y siete resultaron heridos de gravedad) en la explosión en una fábrica de plásticos en Ibi. También otro hombre murió electrocutado el pasado miércoles 27 en una explotación agrícola en Les Garrigues. Y no sé si hay más.
Menuda semanita, dirán. Pero la realidad es que, a pesar de que hay casi tantas mujeres como hombres empleados en los países de nuestro entorno, alrededor del 85-90% de quienes mueren en el trabajo son hombres. Darle la culpa a la testosterona a ambos tipos de “siniestralidad de género” tiene su punto. No es mentira, pero vayamos con cuidado. El mundo es algo más complicado de lo que nos quiere hacer creer el feminismo resentido y simplista que se ha vuelto hegemónico. Y éste no es el nuestro.