Imaginen que en una ciudad tan solo existe un supermercado que suministre comida. Los alimentos que ofrece no están en muy buenas condiciones. Unos están caducados. Otros no han pasado los controles de calidad. Las neveras que los conservan no regulan bien la temperatura. La sección de dulces y bollería está abarrotada mientras que la de productos frescos permanece medio vacía. ¿Y el personal de la tienda? Nadie ha recibido la formación adecuada, así que se equivoca con las etiquetas y desorienta a la clientela. Con estas premisas podrán deducir que la población de esta ciudad tendrá un grave problema de salud a consecuencia de su mala dieta.
Imaginen que, para solucionarlo, se contrata a un equipo de personas expertas en diversas materias: salud, nutrición, cocina, endocrinología, dietética, hasta en diseño industrial. Cada día, un elenco de profesionales se sitúa en la entrada del supermercado y alerta a cada uno de los clientes que entran. “El azúcar de estos productos es perjudicial”. “Aquí no encontrará una dieta variada”. “Los alimentos caducados le pueden transmitir bacterias que le harán enfermar”.
¿Creen que así se solucionará el problema de la mala dieta? ¿Piensan que los clientes estarán agradecidos de que se les recuerde los riesgos de consumir esos alimentos o que acabarán hartos? ¿Cómo prevén qué se alimentarán si no hay otro supermercado?
Ahora trasladen ese supuesto a otro contexto: el de la juventud y el problema de la desigualdad. Las estadísticas nos advierten de que cada año los casos de violencia machista aumentan. Así que, como medida preventiva, enviamos a los centros de educación primaria, secundaria y bachillerato a personas expertas en la materia para que sensibilicen al alumnado mediante toda clase de actividades y charlas. “Los cuentos al revés”. “Elegir bien los juguetes”. “La yincana de los roles diferenciados”. “Diseña el cartel para el 8M”. “Taller de rap feminista”. “Consecuencias de la pornografía”… Todo nos parece poco para protegerles.
Los primeros años responden de manera favorable. Les parece interesante descubrir lo que no saben, pero tras un tiempo escuchando la misma cantinela, se cierran en banda. Algunos deciden no acudir más a este tipo de actos. Y otros directamente los sabotean. Sus posturas corporales les delatan: se esconden bajo las capuchas, cruzan piernas y brazos, ponen los ojos en blanco, bostezan… Los más extrovertidos intentan contratacar. “¿Otra charla de igualdad?”. “Veis cosas donde no las hay”. “¡Eso no es verdad!”.
No lo reconocen en voz alta, pero muchos de los que están ente el público ya hace tiempo que se volvieron fans de esos youtubers que les liberan de toda presión asegurando que no hay que preocuparse, que todas esas charlas son solo soflamas y adoctrinamiento. ¿De verdad nos extraña que entre las dos opciones elijan la que más les reconforta?
Las personas que nos implicamos en las actividades que defienden la igualdad lo hacemos con la mejor intención, pero acabamos agotadas y frustradas. La conclusión suele ser que la gente joven está desmotivada o que no les interesa nada. Pero quizás tengamos que hacer un poco de autocrítica y reconocer que erramos el tiro al poner todo el foco de la prevención en quien consume los productos culturales en lugar de en quien los genera.
Cuando todos esos chicos y chicas salen de la escuela, lo que el mundo les sigue ofreciendo es música plagada de clichés sexistas, series y películas llenas de estereotipos, medios de comunicación que sitúan en primer plano a mujeres sexualizadas e infantilizadas, información sobre sexualidad distorsionada por la pornografía, noticias que confunden sobre qué es el feminismo, hasta figuras políticas y partidos enteros que niegan que exista la violencia de género.
Por muchas charlas de concienciación que les demos, ¿cuáles son sus alternativas? ¿Dónde van a obtener esos productos culturales saludables? ¿En qué sección del supermercado del mundo real están colocadas? Las actividades de concienciación pueden funcionar si son el complemento a un plan de mejora de la calidad de lo que consumen, pero por sí solas no resuelven nada.
Habría que dirigir la formación a quienes crean los guiones, seleccionan contenidos, redactan las noticias, financian y distribuyen la música, programan redes y algoritmos y, muy especialmente, a los partidos políticos, porque son quienes tienen el poder de regular y de influir con sus actos y declaraciones públicas en millones de personas. Si seguimos sin asumir nuestra responsabilidad a la hora de ofrecer productos y servicios libres de machismo, cualquier día ese alumnado, cansado de escuchar charlas sobre igualdad, se levantará de sus butacas para desafiarnos: “si la cultura que consumimos es tan perjudicial como decís, ¿por qué no la estáis cambiando?”