Los puentes entre la política y la empresa se cruzan de un lado al otro. La gestión del “impuestazo” lo pone en evidencia. Vayamos al principio. El gobierno está librando otra batalla contra casi todos con su peregrina idea de convertir el gravamen temporal de la banca y las energéticas en un impuesto permanente. Corría el año de 2022 cuando, amparado en una disposición europea, como tantas veces, planteó por razones de solidaridad que banca y energéticas tenían que afrontar una tasa del 1,2 por ciento para destinarla a los sectores vulnerables. Una, porque los tipos estaban al alza, y, las otras, porque los precios de luz, combustible y gas andaban por las nubes. La medida se extendería por dos ejercicios y aspiraban a recaudar en total unos 7.000 millones de euros. Pero la sorpresa es que no se aplicaría sobre los beneficios, sino sobre las ventas. Unos y otros montaron en cólera, pero al final, tragaron y están pagando. Los dos años se prorrogaron por otro ejercicio más.
Y, ahora, el gobierno planteó transformar el gravamen temporal en un impuesto definitivo sobre la banca y las energéticas. El intento no es fácil. Muchos son los que lo veían destinado al fracaso. Sus reticencias parten del impacto que arrojaría sobre la inversión, la merma de competitividad de la empresa española, los riesgos de recursos ante los tribunales y las dificultades de encontrar una mayoría parlamentarias que lo soporte. Pero el gobierno no se arredró y ha husmeado por todos los rincones para sacar adelante su proyecto.
Sumar, siempre tan inclinado a restar, es el gran adalid de la propuesta. Había hecho de ella una auténtica línea roja para los presupuestos generales del Estado. Los socialistas la secundan. Cuentan con el apoyo indudable de los escaños de la izquierda en los que se sientan sus señorías de Esquerra Republicana, Podemos y Bildu. Pero los nacionalistas del PNV y de Junts por Cataluña no han ocultado su disposición inicial a no respaldar la medida.
Y aquí empezó la mezcla entre política y empresa, que ha acabado en un resultado que podíamos calificar por ahora de empate. Algunas corporaciones no dudaron en plantear a los grupos parlamentarios su rechazo buscando su apoyo. Sólo confiaban en que los nacionalistas bloqueasen la iniciativa. Lo han conseguido a medias.
La reacción empresarial ha sido rotunda. En especial, por parte de las petroleras, con Repsol a la cabeza. Su consejero delegado, el ex dirigente euskaldun Josu Jon Imaz, publicó un artículo titulado “Industria y populismo” en que razonadamente no se mordía la lengua. Tras mostrar su apoyo a una política fiscal redistributiva y tras exponer el esfuerzo que, sobre el desarrollo industrial, el empleo y la innovación realizan las empresas energéticas, señala que “ahora, el populismo fiscal va a penalizar esta actividad con un gravamen discriminatorio que imposibilita que esa inversión pueda llevarse a cabo”. El empresario vasco auguraba un destino incierto para un proyecto que “será un día tumbado en los tribunales”.
Por su parte, la Asociación Española de Operadores de Productos Petrolíferos (AOP) puso el acento en las consecuencias sobre la inversión de 16.000 millones de euros hasta 2030 prevista por las empresas, pues ese gravamen “puede desalentar las inversiones en nuestro país”. Repsol anunció que congelaba su inversión en la modernización de sus plantas de Tarragona, Cartagena y Bilbao, estimada en 1.500 millones de euros. Mientras Cepsa se replanteaba su proyecto de 3.000 millones de inversión para hidrógeno verde en Huelva y Cádiz. Las patronales bancarias insisten en que “constituye una desventaja competitiva para los bancos españoles”, pues la recaudación del gravamen, según sus cálculos, “supone una merma de 50.000 millones” en la capacidad de financiación del sector. Las eléctricas adoptaron una posición llena de tibieza pues no verían con malos ojos un gravamen limitado a petróleo y gas con el argumento de combatir los combustibles fósiles.
Ni el Banco Central Europeo, ni el Fondo Monetario Internacional ni el propio Informe Draghi amparan un gravamen de esta naturaleza, pues afecta a la competitividad de las empresas frente a sus pares y repercute en el propio crecimiento del país.
Pero el gobierno resistió sin desmayo ni desaliento. Para evitar recursos por la doble imposición sobre la misma figura tributaria, ideó integrar el gravamen dentro del sistema fiscal general español, planteando una minoración del de sociedades. De esta forma, y aquí entra la política parlamentaria, cedería esta figura impositiva para incorporarla al concierto vasco y a lo que sea de la cesión tributaria catalana. Junts no cedió, pero los peneuvistas se dejaron querer con esos cantos de sirena.
Al final, los nacionalistas, que vuelven a demostrar que gobiernan España, se negaron a aceptar el “impuestazo” a las energéticas, pero asintieron con el suavizado sobre la banca por otros tres años. Y, de paso, el tipo mínimo global para las multinacionales, la equiparación del diésel a la gasolina, el incremento sobre las rentas de ahorro, tabaco y vapeadores y la reactivación la triple alza fiscal en sociedades. No está mal para saciar la voracidad recaudatoria del gobierno progresista.
Pero todavía que no canten victoria ni unos ni los otros. La banca, irritada por el señalamiento fiscal, va a seguir levantando la voz. Y, Podemos, a continuar presionando para la inclusión de las energéticas.
Este debate conduce a una reflexión sobre la generación y distribución de riqueza. España, y Europa, necesitan reforzar su estructura y su capacidad industrial para competir con el resto de las potencias. Eso exige un apoyo a la industria que, necesariamente, implica un marco regulatorio y una política fiscal estable, razonable y segura. Lo dice el Informe Draghi y lo dice el sentido común. El enemigo de eso es la caprichosa volatilidad fiscal con el zafio argumento de que paguen las empresas. El pecado nace de que las políticas fiscales de la extrema izquierda formen parte de las instituciones. Un pecado infantil, que lo estamos pagando caro nosotros y lo seguirán pagando las generaciones futuras.