Opinión

Personas sin derechos

albania
Ángeles Caso
Actualizado: h
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Uno de mis mejores amigos, A., es senegalés. Un inmigrante que llegó hace más de veinte años a las costas del sur de Tenerife en una patera que había partido semanas atrás desde Mauritania. Conozco muy bien su historia, sus años de trabajo como pescador desde la niñez, su largo e irrefrenable sueño de venir a la engañosa Europa para poder ayudar a su familia, que pasaba toda clase de penurias en Dakar.

A. explica con detalle cómo se jugó la vida varias veces para llegar hasta aquí, con una valentía y una fuerza de voluntad ante las que cualquiera de nosotros, privilegiados habitantes del primer mundo, se queda boquiabierto. Pero hay un episodio del que apenas es capaz de hablar, porque despierta en él recuerdos traumatizantes. En uno de sus intentos por alcanzar esta parte del mundo, A. había cruzado el desierto previo pago a una mafia de tráfico de seres humanos. Al llegar a las cercanías de una importante ciudad del norte de África en un país cuyo nombre prefiero no escribir —porque la acusación que debo hacer es muy grave—, la propia mafia entregó al grupo de migrantes a la policía.

Aquellos hombres subsaharianos fueron encerrados en un centro de retención pagado con fondos de la Unión Europea. Una noche, cuando se marcharon los funcionarios europeos que mantenían en horario laboral cierta apariencia de control sobre las condiciones de los internados, los responsables norafricanos del centro apagaron las cámaras de vigilancia, les quitaron sus móviles, su dinero y sus pasaportes, los obligaron a subir a autobuses y, tras muchas horas de trayecto, los abandonaron en pleno desierto, en la frontera con un país vecino. Sin agua, sin comida, sin teléfonos, sin documentos, sin recursos de ningún tipo. Un centenar de hombres tirados como alimañas sarnosas en medio de la nada, bajo temperaturas de más de 40º por el día y de 0º de noche.

Ahí es donde el relato de A., que logró sobrevivir a aquel horror, se detiene. Lo único que consigue verbalizar es que no quiere recordar lo que vivió y vio vivir a otros en aquellas circunstancias. Yo no puedo ni siquiera imaginarlo, pero sé que es verdad, porque A. nunca miente y porque experiencias como la suya, algunas incluso idénticas, han sido denunciadas por ONGs, periodistas y supervivientes: auténticas torturas e intentos de asesinato en masa de miles de seres humanos que ocurren en diversos países del entorno del Mediterráneo a los que la UE paga para que mantengan alejados de nosotros a esos hombres y mujeres que tanto nos perturban.

La decisión de Giorgia Meloni de enviar a los inmigrantes espontáneos —incluidos los demandantes de asilo— a un centro de internamiento en Albania no sale de la nada. Tiene precedentes en esos campos-trampa atroces, como el que acabo de mencionar, pero significa dar un paso más en el terrorífico plan de tratar a otros seres humanos como si fueran una plaga de apestosas moscas: esas personas —personas, sí— ya han conseguido llegar a territorio europeo y, por ello, la responsabilidad de la ciudadanía y de las autoridades de este continente sobre sus vidas y sus condiciones es aún mayor.

Lo es desde el punto de vista legal, puesto que las leyes del estado al que han logrado acceder las incluyen en su marco, para lo malo y para lo bueno, pero también desde el punto de vista ético: ¿somos tan cínicos como para ceder su custodia a países donde no se conciben los derechos humanos que forman supuestamente la base misma de nuestras sociedades? ¿Acaso son menos humanos que nosotros?

Que la presidenta de la Comisión Europea y los gobiernos de un buen puñado de estados de la Unión —afortunadamente, el español no está entre ellos— puedan siquiera plantearse algo así es realmente estremecedor. Si de verdad queremos terminar definitivamente con todo eso, tal vez deberíamos exigir a los gobiernos que empiecen a tomar decisiones drásticas respecto a ciertas zonas del mundo en las que los occidentales hemos depredado todo lo que hemos podido durante siglos y cuya descolonización ha sido un desastre.

Para que todos esos habitantes de países que viven en la miseria o padecen guerras interminables deseen quedarse en ellos, sería preciso que nuestros responsables dejasen de apoyar, con mayor o menor disimulo, a regímenes corruptos, cuyas flaquezas morales permiten que muchas empresas y gobiernos de aquí sigan extrayendo las riquezas de allá, explotando su mano de obra y vendiéndoles luego productos manufacturados y servicios de primera necesidad.

Europa no puede creerse en serio que todo se arreglará con unas cuantas cárceles inhumanas repartidas por limbos donde toda crueldad puede existir, a cambio de más dinero para alimentar más corrupción y más maldad. Así que quizá lo que necesitemos sea políticos tan valientes como los propios migrantes y que se pongan pronto manos a la obra, con la misma decisión con la que ellos vienen a nosotros.

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