Lo escuché por vez primera hace diecisiete años –rediós, qué viejos somos–, en mi segundo o tercer día de clase, en ese edificio con vocación de cárcel de mujeres que es la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense: “No le digas a mi madre que soy periodista, ella piensa que soy pianista en un burdel”. La frase se le atribuye a Tom Wolfe, leyenda yanqui del gremio nuestro. En fin, ya saben: cuando el río suena, etcétera. Según el barómetro del CIS de febrero de 2013, los periodistas eran, solo por detrás de los jueces, los profesionales menos valorados por los españoles; un año después, en el ránking de ocupaciones del portal de empleo estadounidense CareerCast, el periodismo ocupaba la posición 199 de un total de 200 –puesto que ostentaban los leñadores–; el año pasado, un estudio de USPCEU y Randstad Research desvelaba que, en nuestro país, el grado de Periodismo era uno de los que más descontentos acumulaba –solo repetiría el 40,2% de los alumnos–, y un estudio de la plataforma de empleo en línea ZipRecruiter mostraba que, en los estudiantes de EE. UU. y Reino Unido, ese arrepentimiento ascendía al 87%. Nos miran con cara de pedo y, siempre que pueden, nos mandan al paredón –fuera de Occidente, literalmente–: los manifestantes se desgañitan berreando “¡televisión, manipulación!”, cada vez que se topan con un reportero y un cámara en su misa laica, y el Ejecutivo perpetra un plan contra los medios que desvelan los presuntos trapicheos de la, según Patxi López, “presidenta del Gobierno”.
Qué bien lo dice el maestro Raúl del Pozo: “La oruga no termina de hacerse mariposa”. La tuberculosis financiera que, en general, padecen los medios se manifiesta en la prostitución moral de algunos, que se subastan con descaro al mejor postor, ya sea público, ya sea privado, y en la precariedad salvaje de los curritos y de los supuestos becarios, miembros honorarios del posmoderno ejército de parias de la tierra. La cosa no es nueva: al margen de los hijos de con pasta, nadie con conocimiento de causa se embarcó en esta aventura con la pretensión de convertirse en multimillonario. Lo de que “para ser buen periodista hay que ser buena persona” es una chorrada tiranosáurica: para ser buen periodista, hay que tener inteligencia, instinto, hambre, capacidad de trabajo y de sacrificio y, sí, una mijita de suerte. Todos conocemos a verdaderos malnacidos que han sido o son periodistas absolutamente brillantes.
También hay que tener una vocación a prueba de bombas de hidrógeno. Y conservarla. La tarea no es fácil. Tampoco para quienes ya llevamos un tiempo en esto. En ocasiones, mirar por el retrovisor provoca vértigos y una sensación como de haber malgastado el tiempo, habiendo renunciado, como canta el gran Bunbury, “a demasiado en los últimos años / realizando un esfuerzo total / para un modesto resultado”. Casi todo éxito es pírrico. Sin embargo, ahí seguimos, conscientes de que, ejerciendo cualquier otro oficio, nos sentiríamos como un pingüino en el desierto. Poniéndonos cachondos perdidos cuando parimos una exclusiva, una entrevista o un reportaje cojonudos. Sabedores de que, en un ecosistema no exento de seísmos, plantas venenosas, ciénagas e hijos de puta, el terreno está infestado de perlas, o sea, de informaciones noticiosas. Y de que no tenemos mayor compromiso que el de encontrarlas y mostrarlas al respetable.
Y así, hasta que la diñemos.