Me enteró por Instagram de que cumple un cuarto de siglo el vigesimoprimer álbum de estudio de mi cantante favorito, san David Bowie –ya saben: Bowie es mi pastor, nada me falta–. Hours… es un disco muy, muy interesante. Nació después de que al genio británico le pidieran que compusiera la música de un videojuego de ordenador que se llamaba Omikron: The Nomad Soul. El autor de las maravillosas “Life on Mars?”, “Word on a Wing” o “Where Are We Now?”, aceptó la propuesta porque le atrajo la idea de que, cuando en el juego la diñabas, la partida no te conducía al Game Over, sino que el alma de tu personaje se mudaba a otro. Así pues, tiró de su principal colaborador por aquellos tiempos, el guitarrista Reeves Gabrels, se marcharon a las Bermudas y ahí compusieron las canciones –muchas más, en realidad– que integraron finalmente el LP.
Bowie publica Hours… en un momento, si no crucial, clave de su carrera: culmina la reconciliación con su pasado. Recordemos que, diez años antes, acabó tan hasta las pelotas de sí mismo que hizo una gira, Sound + Vision, con la idea de tocar por última vez sus grandes éxitos –a Dios, gracias, se retractó con el tiempo–. Ahora, el artista no mira por el retrovisor y ve un lastre, sino “algo que me da alas”. La portada, en este sentido, no puede ser más explícita: el nuevo Bowie, en plan Pietà, contempla el cadáver del Bowie noventero. Su nombre aparece con letras góticas; el del disco, en sans-serif. Objetivo, avisar a navegantes: esto es un examen espiritual del ayer para encarar el mañana en paz.
Si bien no ubicaría Hours… entre los cinco mejores discos de Bowie, sí que me parece una obra deliciosa que alberga joyas como “Thursday’s Child”, “Survive” o “The Pretty Things Are Going to Hell”. Le he estado dando vueltas a esta última, una de las piezas más cañeras del LP. En ella, el Duque Blanco canta: “Te descubro antes de que envejezcas. / ¿Qué es eterno, qué es condenado? / ¿Qué es arcilla y qué es arena? / ¿A quién despreciar, en quién confiar? / ¿A quién escuchar, a quién interrogar? / Estoy llegando al límite, ¿sabes? / Estoy llegando al borde mismo”. Con el desbordamiento del caso Koldo y el foco judicial intensificado sobre Begoña Gómez, me pregunté si Bowie –es un decir– estaba anticipando la situación política y personal en la que hoy se halla Pedro Sánchez.
Imagino sin dificultad a Sánchez, ante el espejo, shakesperiano, haciéndose esas mismas preguntas: qué es eterno, qué es condenado, a quién despreciar, etcétera. Escrutándose y escrutando. Revisando la agenda con un lápiz rojo y otro negro. Atisbando el abismo, terriblemente acorralado, más sin desperar. Limpiándose –metafóricamente, claro– la sangre del labio y de la nariz. El golpe ha sido fuerte. Con la sensación de que la paliza no ha hecho más que empezar. Y también lo imagino, maquiavélico, puro e implacable, preparando su próximo movimiento. Un movimiento agresivo, inesperado y, si la historia reciente continúa repitiéndose, exitoso. Es la paradoja del presidente: en estos casos, lo sorprendente es que no sorprenda. Me da que los ruanitos que a esta hora lo dan por muerto yerran. Una vez más.