Hace tiempo que la política se convirtió en una conocida escena de los hermanos Marx. No importa de dónde salga el combustible: el objetivo es avivar el fuego a costa de lo que sea (y de quien sea). Cualquier material es válido para prender la mecha: memes, frases pegadizas, campañas infantilizantes, lonas, burlas, descalificaciones, insultos, titulares, noticias falsas, bulos, tertulianos, youtubers, denuncias, drama… Pero por más poesía que le añadan, no se trata de un fuego amigo, ni de uno que calienta. Ni siquiera de uno que nos conduzca a ningún sitio. Estamos ante un fuego destructivo. Los vagones ya hace mucho que quedaron devastados. No hay paredes, ni asientos, ni ventanas. La humareda lo nubla casi todo. El ambiente es irrespirable. La gran mayoría de pasajeros se han apeado. Algunos prefieren caminar, otros permanecen inmóviles como las piedras. Lo que se percibe desde fuera del mundo de la política es un espectáculo dantesco: un tren desbocado y sin rumbo con voces que repiten desde dentro “¡traed más madera!”.
Esta construcción del poder tiene mucho que ver con el género. Concretamente con el que la cultura asocia a los hombres: el masculino. Ellos han sido quienes ha ostentado el poder durante la mayor parte de la historia y, en consecuencia, quienes han forjado la idea de cómo debe ser quien nos gobierna: alguien rígido, individualista, competitivo, inflexible, dominante, sin empatía, impasible, destructor e indestructible, insaciable, incansable, narcisista. Conceptos que también están presentes en el sistema económico que nos vertebra. El capitalismo se basa en esa misma idea de buscar el beneficio propio sin tener en cuenta las consecuencias. “No hay que detenerse jamás” es uno de sus lemas.
Esta misma semana alguien poderoso, contra todo pronóstico pegó un volantazo y dio un giro de guion. En lugar de responder a los insultos con más insultos y a los bulos con otros bulos, pidió parar la maquinaria. Esto puso aún más nerviosos a quienes le rodeaban. Lejos de detener el engranaje hicieron lo de siempre, añadir más leña. Le dedicaron toda clase de insultos, descalificaciones, hicieron mofas, le auguraron un final funesto… También le recordaron, por si se había olvidado, cuáles deben ser las características del buen líder: no hay que mostrar vulnerabilidad, ni ser frágil, no debe hablar de emociones, hay que aguantar, pelear hasta el final, sacar pecho frente a la adversidad, ser inmune a todo, continuar, no mirar atrás.
Esta idea de liderazgo y de éxito basados en la masculinidad impregna, no solo la política, sino todas las estructuras de nuestra sociedad. También se da en los medios de comunicación, en las redes sociales y en la economía. Programas de televisión que trituran a las personas con tal de generar audiencia. Periódicos capaces de mentir para crear nuevas polémicas. Influencers que deben publicar sin descanso las veinticuatro horas del día, hasta cuando están enfermos en el hospital. Contenidos interesantes cancelados porque no obtienen una cifra de suscriptores concreta. Empresas que nunca cierran y mantienen a personas trabajando en condiciones infrahumanas. Nuestros trenes están consumidos desde hace décadas y aun así seguimos gritando “más madera”.
Urge parar la maquinaria, no solo en la política sino en todas las esferas. Hay que transformar el modelo y buscar nuevas maneras de avanzar y de vertebrar la sociedad. Como apuntaba la historiadora y escritora Mary Beard, hay que cambiar el concepto de poder. Una forma sería contar con las mujeres dentro de él, pero no para imitar el modelo masculino. Es habitual que, para que las mujeres sean admitidas en un ámbito de responsabilidad y de influencia, deban demostrar la misma frialdad y falta de empatía que se espera de un líder masculino. Sin embargo, en algunos sectores ya se están dando cuenta de lo beneficioso que es integrar las características que han desarrollado las mujeres (no por una cuestión biológica, sino porque son las que se han esperado de ellas). Por ejemplo, en el ámbito laboral las empresas cada vez valoran más las llamadas soft skills, habilidades que no se adquieren en la carrera. Por lo visto estas destrezas son un gran aporte para la buena salud financiera de las empresas y también para el bienestar de las personas que trabajan en ellas. La flexibilidad para adaptarse a los cambios, el trabajo en equipo, la empatía, la capacidad de llegar a acuerdos, la ética, la actitud positiva… Resulta que estos valores no solo no ponen en jaque el rumbo de nuestro tren, sino que además lo fortalecen. La economía feminista también es una alternativa a ese modelo antiguo que propone mirar más allá del propio ombligo. Sitúa el cuidado de las personas y la vida en el centro, propone un reparto justo de la riqueza y la sostenibilidad de los recursos y del planeta. También plantea una mejora en la vida de los hombres, liberándoles de tener que cargar con el rol de proveedores, permitiendo que puedan dedicar más tiempo a sus familias y a su bienestar o que puedan desarrollar esas habilidades que les han sido vetadas.
En lugar de reaccionar exageradamente y dejarnos llevar por la inercia de seguir alimentando la hoguera, aprovechemos que por fin alguien ha gritado “¡paren la maquinaria!” para analizar qué estamos haciendo mal, encontrar nuevas vías de avance y reconducir este tren descontrolado. Ya no quedan más troncos que quemar. Quizás toca ponerse a construir en lugar de derribar. Intentemos llegar a destino con un poco de dignidad, alguno de nuestros vagones enteros y, sobre todo, a salvo.