Opinión

Papa Francisco

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A Juanjo Tomillo SJ, y Marcial Estévez SJ, dos jesuitas buenos y admirables.

Yo soy un católico de a pie, un humilde pecador, que durante toda mi vida he tenido un respeto absoluto, casi sagrado, al Papa, a todos los papas. A Montini, el papa de la duda; a Luciani, el papa de la sonrisa; a Wojtyla, el papa del poder; a Ratzinger, el papa del dogma. Por eso asisto atónito y escandalizado a los ataques, bulos e insultos desaforados que sufre sin cesar Bergoglio, el papa de los que sufren. Solo falta que le acusen de ser Judas en la Última Cena. Los agravios y descalificaciones de la política española son caricias, son poesía amorosa, al lado de los que el Santo Padre recibe a diario.

Ataques, bulos e insultos que para más inri no provienen de ateos, agnósticos o de otras confesiones, sino que provienen de los que presumen de ser los más católicos, de los que presumen de ser los guardianes de las esencias. Gentes como Carolina, la hija del príncipe Salina, de la que decía Lampedusa en El gatopardo: “pertenecía a esa clase de católicos que están convencidos de poseer las verdades religiosas con más profundidad que el Papa.”

Católicos que denigran a Francisco con la misma intensidad con que ensalzan a Benedicto XVI, sin darse cuenta (o tal vez sí) de que el papa argentino está realizando la labor para la cual el papa alemán ya no se sentía con energía.

El papa Ratzinger no fue solo un gran teólogo y un gran intelectual; un pontífice de una prosa deliciosa y de una altura, una hondura y una profundidad extraordinarias. Fue, además, un hombre de acción que luchó de frente y sin desmayo contra los males que acechaban a la iglesia católica; unos males que él denunció en su homilía en el Coliseo romano en el Vía Crucis de 2005.

Este bávaro era consciente de la magnitud de la tarea y también de su edad, de sus fuerzas. Era consciente de la noche oscura del alma en que dormía la Iglesia y de que la Casa no estaba sosegada, y a todos estos desafíos respondió con un acto de humildad que, sin embargo, tuvo la potencia sísmica de un terremoto. Respondió renunciando al ministerio petrino y revolucionando el papado. Su renuncia hizo invencible su denuncia y dio paso a Francisco, el papa elegido para hacer limpieza y sanear la Iglesia, el papa que supo desde el primer instante las dificultades, las resistencias y las zancadillas a las que se enfrentaría.

Para mí es difícil hablar de un hombre que nos llena de orgullo a todos los antiguos alumnos jesuitas; es difícil hablar de este porteño que desde el primer día que salió al balcón de San Pedro sorprendió al orbe, de este cura que, junto a Maradona, ya ocupa el lugar más destacado en el deslumbrante y heterodoxo altar de la argentinidad.

Empecemos por el principio, por la Compañía de Jesús, uno de los muchos dones que este viejo reino de España ha brindado al mundo, ya que Bergoglio es jesuita. Su acceso al papado sirvió de reivindicación de tantos jesuitas anónimos y admirables desperdigados por los cinco continentes y fue un motivo de inmensa alegría para la Compañía, después de años de recelos e incomprensiones. Jesuitas como el padre Kike Figaredo (un santo en potencia), que lleva a Camboya la alegría y la esperanza; como Jon Sobrino, que custodia en El Salvador el legado y la memoria de sus hermanos mártires, o como Pablo Guerrero, que nos regala en la parroquia de San Francisco de Borja las homilías más hermosas de Madrid.

Y fue al poco de su llegada al Vaticano, en un viaje a Filipinas, en enero de 2015, donde encontramos la respuesta a todos los interrogantes que suscita Francisco, donde encontramos las claves para entender su pontificado. Ante la pregunta de una niña de la calle: “Hay muchos niños abandonados por sus propios padres, víctimas de muchas cosas terribles como la droga o la prostitución. ¿Por qué Dios permite estas cosas, aunque no sea culpa de los niños? “. El Papa la abrazó y contestó: “Has hecho la única pregunta que no tiene respuesta”. En un acto posterior ante jóvenes de una universidad de Manila, Francisco improvisó un discurso de profunda emoción y belleza, un discurso que sólo puede manar de un extraordinario anatomista del alma desbordado de humanidad, espiritualidad y talento: “Y no le alcanzaron (a Glyzelle Palomar, la niña que le había preguntado) las palabras y tuvo que decirlas con lágrimas. Solo cuando seamos capaces de llorar sobre las cosas que ha dicho seremos capaces de responder a su pregunta: ¿Por qué sufren los niños? Al mundo de hoy le falta la capacidad de llorar. Lloran los marginados, los que han sido dejados de lado, lloran los despreciados, pero aquellos que llevamos una vida más o menos sin necesidades no sabemos llorar. Y hay ciertas realidades de la vida que solo se ven con los ojos limpios por las lágrimas. Aprended a llorar”.

La pregunta inocente de una niña con la infancia rota es la mejor brújula para entender el pontificado de Francisco, un hombre que mira al mundo, que mira a sus semejantes, con los ojos limpios por las lágrimas. El Papa que no se olvida de los pobres, como le imploró el cardenal Hummes tras ser elegido pontífice. El Papa de la misericordia y la ternura. El Papa del Evangelio, el único viento que infla las velas de su pontificado. Otros obispos de Roma prestaban más atención al Código de Derecho Canónico y al Índice de Libros Prohibidos.

El Papa del Sermón de la Montaña, las palabras más bellas jamás pronunciadas. El Papa del amarás al prójimo como a ti mismo, el mensaje más revolucionario de la Historia, porque eso es el cristianismo: una revolución de los corazones. El Papa que cree en Dios, según mi amigo y paisano, el padre Andrés Ramos.

El Papa de los niños, los ancianos y los enfermos. El Papa del pueblo crucificado, que decía monseñor Romero, pero también el de la alegría y la esperanza. El Papa de los leprosos de nuestro tiempo, el Papa de los olvidados y preteridos. A todos los conforta y defiende, a todos los dignifica y redime el Juan XXIII del siglo XXI con la fuerza más poderosa y débil que existe: la fuerza del amor, ese amor del que dijo Borges (otro argentino universal y eterno) que nos hace ver a los otros como los ve la divinidad.

El Papa que cree que el verdadero poder es servir, y clama contra el carrerismo y el clericalismo en la Iglesia, ganándose tantos enemigos. El Papa que se desprende de lujos y posesiones y da calor a los sin techo. El Papa que quiere una Iglesia que esté presente donde la humanidad sufre; una Iglesia que auxilie a los emigrantes en los mares, en las fronteras, en las costas (incluidas las de nuestras queridas Islas Canarias, que están dando una extraordinaria lección de generosidad y solidaridad) defendiendo su dignidad y sus derechos.

En un mundo obsesionado con construir muros más altos y más gruesos; en una Europa donde los Orban, los Abascal y los Le Pen braman todos los días contra los más débiles, culpándolos injustamente de todos nuestros males; en un Mediterráneo donde una niña de once años es la única superviviente del naufragio de una patera, tras pasar tres días a la deriva agarrada a dos flotadores y un chaleco en medio de una tremenda tormenta, yo estoy orgulloso de Francisco. Como católico y como gallego estoy orgulloso de un papa que alza la voz por los que no la tienen, que alza la voz por los que solo han cometido un delito: el delito de ser pobres y de soñar con una vida mejor para sus hijos. La mirada perdida de Yasmine (la niña náufraga africana) nos atraviesa a todos el alma y el corazón, en medio de nuestra opulencia nos atraviesa la conciencia. Yo solo pido que los que difaman a Francisco sin descanso por querer una Iglesia pobre y para los pobres, que los que le injurian con saña por su predilección por los excluidos y marginados, por los que habitan en las periferias del mundo; yo solo pido, repito, que le sostengan a Yasmine la mirada.

Sus críticos le llaman peronista, chavista, comunista, ignorando la gran labor que la Iglesia hace en Venezuela, en Nicaragua, en Cuba en favor de la libertad y los derechos humanos; ignorando que la Iglesia es ajena a la dicotomía derecha / izquierda nacida en las bancadas de la Revolución Francesa; ignorando que la iglesia católica solo se sienta en los escaños de la eternidad. Pero a esta acusación ya respondió magistralmente el inolvidable arzobispo de Recife, don Helder Cámara: “Cuando doy comida a los pobres, me llaman santo. Y cuando pregunto por qué no tienen comida, me llaman comunista”. Si eso es ser comunista, el papa Francisco lo es y yo también.

La verdad es que es muy fácil encontrar el manantial del que mana la espiritualidad y la extraordinaria sensibilidad social de Bergoglio y su cercanía, su pasión, por los últimos, por los más débiles. Este bonaerense es hijo de los ejercicios espirituales de San Ignacio, y por ello, es un hijo más del padre Arrupe, el gigante, el irrepetible general, que cambió en su mandato la Compañía de Jesús para siempre. A partir de la trascendental Congregación General XXXII, en 1974, la misión de los jesuitas no es solo ya el servicio de la Fe, sino también la promoción de la Justicia, porque son un todo, algo inseparable. Y no hay nada más cristiano, más evangélico, porque como escribió el ilustre cardenal jesuita Carlo María Martini: “Jesús dio SU vida por la justicia”.

Y por la justicia y la dignidad humana dio su vida también monseñor Romero, al que Francisco canonizó en una ceremonia a la vez sencilla y grandiosa. Una canonización, la del santo de los pobres, que justifica por si sola un pontificado. Y yo estaba allí, en la plaza de san Pedro, profundamente conmovido, con mi familia y el padre Tomillo, en medio de la emoción y el orgullo del pueblo salvadoreño, un pueblo de emigrantes como el gallego. Nada ni nadie iguala la escenografía de la iglesia católica, ni siquiera la del Teatro Real de Madrid, convertido ya por el genio de Joan Matabosch en la nueva Scala. Tan solo la tradición, la pompa y el boato de la monarquía británica se acercan algo, pero a muchos canales de la mancha de distancia de la sobriedad vaticana.

Francisco también elevó a los altares simultáneamente a dos colosos: Juan XXIII y Juan Pablo II. Un hijo de campesinos que nos regaló Pacem in terris y que cambió la Iglesia, y un hijo de Polonia, víctima de todos los totalitarismos, que cambió el mundo. Un movimiento táctico digno de César o Alejandro. Una canonización que satisfizo a la vez a los entusiastas del Concilio Vaticano II y a sus detractores. Bendito eclecticismo. El papa Francisco practicó un prodigioso funambulismo por las catacumbas del alma de la Iglesia (un pontífice que tiende puentes) haciendo las delicias de Voltaire, aplicado y díscolo antiguo alumno de la Compañía, que no hubiera esperado nunca menos del primer papa jesuita de la historia.

La política de nombramientos es otro de los grandes servicios que el papa argentino está prestando a la Iglesia, otro de sus grandes aciertos. Un huracán de aire fresco en la curia y en el Colegio Cardenalicio. Hace unos días nombró por primera vez a una mujer, a una monja, la italiana Simona Brambilla, prefecta de un dicasterio y a sus órdenes puso, como segundo, a todo un cardenal, el salesiano asturiano Ángel Fernández Artime. Y en el exclusivo Colegio Cardenalicio, consistorio tras consistorio, las sorpresas no cesan de producirse. El Papa está nombrando cardenales a pastores de iglesias pequeñas, perseguidas, olvidadas, acentuando cada vez más la universalidad de la Iglesia, y no a los titulares de muchas de las clásicas grandes archidiócesis. Hubo un nombramiento de cardenal que a mí me emocionó especialmente, el del salvadoreño Gregorio Rosa Chávez (el confidente, el amigo de monseñor Romero), el primer obispo auxiliar que recibió esa dignidad, un capelo cardenalicio que tomó en nombre del obispo mártir.

Si hay una nación, una Iglesia, que personifica los frutos del pontificado de Francisco, ese lugar es Chile. En diez años hemos pasado de una iglesia enferma a una iglesia que vuelve a caminar; de una iglesia identificada con la jerarquía política a una iglesia encarnada en la fe del pueblo. No hay mejor prueba de esto que los miles de peregrinos que el pasado diciembre acudieron al santuario de Lo Vásquez, más de un millón trescientas mil personas. Esta metamorfosis no se hubiese producido sin la intervención del Papa, que tuvo la humildad de escuchar y rectificar decisiones erróneas y acertar con el nombramiento del nuevo líder de la iglesia del país andino, el cardenal Fernando Chomali, un obispo conectado con las necesidades e ilusiones y con la espiritualidad del pueblo chileno.

Pero el Papa, a pesar de su infalibilidad, también comete errores: su no visita a España o su incomprensible ausencia en la reapertura de la Catedral de Notre Dame son difíciles de explicar. Y lo que está ocurriendo en Torreciudad no es un error, un inmenso error, es mucho más. Es una afrenta que el Opus no se merece, no solo por su comunión con el Papa, a pesar de muchas decisiones de Francisco que no les han favorecido. Nadie habrá escuchado una crítica de la Obra al papa Bergoglio: ni del prelado, ni de los vicarios, ni de nadie. Es además una auténtica injusticia ya que Torreciudad es para el Opus lo que Loyola o Javier son para los jesuitas, o La Meca y Medina para los musulmanes. Es su historia, su tradición, su carisma; es su esencia, su casa. ¿Alguien se imagina al obispo de Tarbes atacando al santuario de Lourdes? Un obispo inefable, al que una diócesis muy pequeña le viene muy grande, pensó que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el cardenal Ghirlanda pasaba por la Via della Conciliazione, él podía pasar, con paso marcial, por Torreciudad “pasando” de la prelatura y humillándola. Espero que pronto, muy pronto, el comisario papal designado desfaga este entuerto, demostrando la sabiduría y la finezza que hacen de la iglesia católica la institución más longeva del orbe (la única que no celebra cumpleaños, celebra milenios) y devuelva a la Obra, a los hijos de San Josemaría, la gestión y cuidado del santuario. Y al ínclito, insigne y sin par obispo le proponga para un merecido ascenso y le encuentre un nuevo destino donde pueda lucir, aún más, sus egregias y evangélicas capacidades y habilidades y su proverbial e insuperable mano izquierda.

El papa Francisco, un papa venido de lejos, venido del fin del mundo, quiere convertir unos versos de Apollinaire en el lema de su pontificado: “No somos nosotros enemigos vuestros / queremos ofreceros amplios y extraños parajes…/ Queremos explorar la bondad / región enorme en la que todo enmudece.”

Ese papa que quiere que exploremos con él la bondad, ese es Jorge Mario Bergoglio. El hincha apasionado de San Lorenzo de Almagro; el lector fervoroso de Hölderlin, “el que marcha sobre su dolor, marcha hacia las alturas”; el hombre que sabe que la ejemplaridad solo nace de dar ejemplo. Ese es el padre Jorge. El Papa al que le reza Nora Kviatkovski, la monja argentina que conquistó para siempre mi corazón, que conquistó para siempre miles de corazones.

Un humilde jesuita argentino que ha abierto de par en par las puertas y ventanas de la Iglesia, que ha desatado una primavera eclesial irreversible e interminable… el Papa que sigue a Jesucristo.

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