Hay palabras que hieren, que matan, que curan, que valoran, que describen… Hay palabras también que sirven para confundirnos. Lo hemos visto estos días con el rifirrafe dialéctico entre el todavía jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, y la vicepresidenta y ministra, María Jesús Montero, a costa del pacto del PSC con Esquerra. La titular de Hacienda, que hace unas semanas negó de manera tajante que fuera a haber un concierto fiscal con Cataluña, (la oposición miente, decía) intentó maquillar las posibles consecuencias de ese acuerdo asegurando que no se trataba ni de un concierto económico ni de una reforma al uso del sistema de financiación. Tampoco, explicó, claro, en qué consiste ese magnífico modelo del que, en realidad, nada sabemos. Tampoco lo saben los sindicatos, aunque el secretario general de UGT, Pepe Álvarez, ya ha propuesto una fórmula para pagar esa cuenta con Cataluña: subirles los impuestos a todos los españoles. Gran idea.
Borrell, que en su día fue secretario de estado de Presupuesto y Gasto Público, y de Hacienda, recordó, sin embargo, a su compañera de partido que “las palabras tienen un significado” y que lo de Cataluña es, pura, y llanamente un concierto económico. Vamos, que, como se suele decir: “Si camina como un pato, grazna como un pato, y nada como un pato, entonces, probablemente sea un pato”.
También hay palabras que se creen en función de quién las dice. Lo hemos visto estos días con el escándalo que rodea al presidente argentino, Alberto Fernández, acusado de malos tratos a su pareja, Fabiola Yáñez, y de haber utilizado su cargo y los recursos públicos del estado para actuar, dicen, como un verdadero depredador sexual. Parto de la base de que todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario, aunque en este caso todo huele muy mal. Lo sorprendente es que una parte de la izquierda de su país, no toda, que también entonaba el “hermana yo te creo”, pide ahora que esos hechos se demuestren con pruebas.
Hay palabras también que no se dicen. Hace un mes que José Luis Rodríguez Zapatero acudió a Venezuela como observador del Grupo de Puebla para hacer un seguimiento de las elecciones en ese país. Todo indica que, incluso con un proceso viciado desde su origen, Nicolás Maduro no ganó las elecciones. Hasta el Centro Carter confirmó que esos comicios no podían considerarse democráticos y exigió la publicación de unas actas que nunca aparecieron. Zapatero, sin embargo, no ha tenido a bien hacer ningún tipo de reproche al régimen que tan bien le acoge. Es más, el expresidente se fue del país rumbo a Lanzarote, donde tuvo ocasión de encontrarse con el jefe del Ejecutivo, Pedro Sánchez, y no se ha oído de su boca una sola palabra. Sus defensores dicen que está trabajando de manera discreta como mediador entre la oposición y el régimen, y otros, que maniobra para que la comunidad internacional no reconozca a Edmundo González como presidente. En este caso es bueno recordar lo que decía Friedich Nietzsche: “La palabra más soez y la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio”.
Hay palabras que no se dicen, y hay palabras que no se pueden decir. En Afganistán, los talibanes han dado un paso más en su represión contra las mujeres. Desde su vuelta al poder hace tres años, habían prohibido la escolarización de las niñas e impedían a las mujeres viajar solas. Ahora han decidido que no puedan hablar o mostrar su rostro en público. Su voz queda así desterrada de manera definitiva del espacio público: de los medios de comunicación, de la política, de las películas… No podrán cantar, ni recitar. A veces nos olvidamos de que nacer mujer en determinados países es ya una condena de por vida. Porque en Irán aumenta también cada día la represión contra las mujeres “rebeldes” que rechazan ir con el velo por la calle. Hace unos días una de ellas quedó paralítica después de recibir un disparo al negarse a parar su automóvil porque no llevaba el velo. En España las reacciones políticas a todo esto se han limitado a unos pocos tweets con condenas genéricas, pero no habrá iniciativas parlamentarias, no habrá protestas en las universidades, sólo habrá palabras, palabras huecas.