Es cierto lo que dicen de que no es una buena cosa señalar públicamente a alguien desde una cuenta anónima, sobre todo si se trata de cuestiones graves. Convertirlo en costumbre, equiparar violaciones con simples comportamientos inadecuados, crear corrillos intentando averiguar la identidad de algún agresor lanzando nombres al aire… digamos que no es el proceso más garantista del mundo. Y sin embargo, yo entiendo perfectamente a quienes recurren a esto.
Es una grieta en un dique de contención que lleva años quebrándose en silencio. Cuando sale la primera gota llega la liberadora explosión de toda la ponzoña que se ha estado guardando a costa del sufrimiento de la gente. Con este #MeToo (o #SeAcabó) español de cocción lenta y episodios escalonados, me está sorprendiendo una facción específica de los defensores de los acusados. Si bien entiendo que haya quien pida, ante todo, presunción de inocencia, no entiendo en absoluto a los que señalan que siempre ha sido así y que no hay que decir nada porque es “lo normal”.
Y no me refiero a casos graves como el del director de cine que amenaza con denunciar a quienes repliquen el artículo de investigación publicado en un conocido periódico, sino a sucesos relacionados con el abuso de poder que no constituyen un delito pero que son moralmente reprobables. Frases como “siempre ha sido así”, “son los comienzos” o “mejor no denuncies” (sobre todo esta) son la gasolina que hace correr a los maltratadores.
Parece que todos tenemos claro (bueno… todos no) que violar está mal. Pero no tenemos tan claro que el acoso laboral es maltrato, y que el maltrato es un menoscabo de la dignidad de la persona. Hace unos años me contaron la anécdota de un director de cine que, tras un encontronazo con un técnico, había tenido que pedirle perdón tras negarse todos los demás técnicos a trabajar hasta que el realizador no se hubiera disculpado. Quizás el factor determinante en esta historia es que – y a pesar de que al director se le consienten ciertas cosas – sus antagonistas aquí eran hombres de su edad. Hombres que ya habían sufrido la novatada.
En una línea similar, recuerdo vivamente las ya muy lejanas primeras semanas en el colegio. Los niños más pequeños estábamos en el lugar más cercano al patio, y salíamos los primeros al recreo, copando los mejores sitios y también las porterías de fútbol. Luego llegaban los de los cursos superiores y nos echaban a empujones. En segundo algunos niños repitieron el comportamiento con los recién llegados. Les traté de convencer de que no debíamos hacerlo porque odiábamos cuando nos lo hacían, pero las respuestas eran muy tajantes. Un “que se fastidien” y poco más.
Las naturalísimas reacciones de patio de colegio no eran más que un ensayo para lo que vendría después, con cesiones por cosas más relevantes que un columpio o un arenero. Todos hemos sido pisoteados, y mucha gente lo aguanta como parte de un proceso en el que piensa tener más suerte. Qué patético servilismo el de quienes razonan así. No les quito razón, es solo que ni siquiera es real que todo el que aguante vaya a tener una recompensa. Un sistema donde se premia la crueldad es un sistema que no va a recoger a nadie que se quede varado. Un sistema basado en el silencio no puede construir nada sólido. Y es sintomático que todos estos abusos (quizás debería decir presuntos abusos) se hayan producido en ámbitos en los que la gente tiene que dar muchas lecciones sobre construir cosas, generalmente nuevas sociedades, pero también nuevas masculinidades, nuevos vínculos y, ya en general, nuevas formas de echarle morro a la vida y cobrando por ello.
Creo que nunca hay que pasar por el aro en las novatadas, ni tampoco hacer pasar a otros por él. Y también creo que las novatadas (y sí, hablo de acoso laboral) siempre van a existir, así que es mejor aprender a defenderse antes de que ocurran. Y, por descontado, no decir jamás “eso no lo denuncies; a todos nos ha pasado”. Es cuestión de conocer la vía adecuada y no bajar la guardia.