Opinión

Odio el rosa

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Sé que le gusta a mucha gente, pero yo odio el rosa. Soy así de radical. Y eso que es uno de los colores preferidos de mi hija. Llevo años viéndolo en sus camisetas, mochilas o estuches. Vivo en el universo Barbie.

A pesar de ello, me da grima. Por desgracia, lo asocio a los lazos por el Día Mundial del Cáncer de Mama. Carteles, merchandising, edificios iluminados… ¿Por qué me lo presentan como si fuera un pastelito cuando hablamos de un veneno? ¿Qué me están vendiendo? No lo entiendo. Como mujer, no le veo el sentido. Como paciente oncológica, no me representa.

Respeto a todas las que se sientan identificadas, pero las activistas, supervivientes y expertas saben definirlo como lo que es: un marrón. La calva no es rosa. Los ardores no son rosas. El cansancio no es rosa. Por eso, me da igual que lo pinten de gris o de verde fosforito. Lo que quieran, con tal de que no desprenda una imagen tan edulcorada del dolor.

Según la Asociación Española contra el Cáncer se estima que el año pasado murieron cerca de siete mil mujeres por esta causa. No son sólo números. Son nombres y apellidos. Son familias enteras afectadas. ¿No se están infravalorando estas cifras?

Tienen razón las que piden un cambio de narrativa. El sábado se manifestaron en Madrid, Barcelona, Bilbao, Donosti, Valencia y Pontevedra para exigir más inversión pública, una detección temprana, disminuir la edad de los cribados y una revisión de las medidas en el ámbito laboral. Y es a que a muchas les cuesta reincorporarse, otras no encuentran un empleo que se ajuste a sus nuevas necesidades y hay quien no cuenta con ningún tipo de ayuda. ¿Qué va a pasar con las bajas flexibles de las que se está hablando? ¿Van a tener que trabajar por cargo de conciencia o por miedo a perder su puesto todas las que estén atravesando las vaguadas de una quimio?

Todo eso hay que abordarlo. Al igual que el tema del marketing. Muchas empresas piden que se compren sus productos alegando que una parte del dinero se destinará a la investigación. Tendrán que ir pensando en nuevas fórmulas porque yo no pienso dejar que hagan negocio a costa de este asunto. A lo mejor hay que prescindir de la caridad y reclamar colaboración. De lo que debemos hablar es de ensayos, de los tratamientos que se tienen que aprobar, de equidad entre territorios, de impulsar avances médicos que permitan alargar la esperanza de vida, de cuidados que alivien las secuelas, de técnicas menos invasivas, de cirugías no tan agresivas… Eso es lo más importante para las enfermas. Lo único que vale. No se puede sustentar en campañas y carreras solidarias. Estas pueden contribuir, pero hacen falta más apoyos y recursos de la Administración. Sólo así la mala noticia podrá ser reemplazada por buenos pronósticos.

Ya de paso diré que también estoy harta de que se plantee como una lucha. En su día, terminé agotada de todos los que, sin saber, decían que había que ser optimista. Que quede claro: no se sale de ello por tener ilusión, no son menos valiosas todas las mujeres que han fallecido, no somos guerreras las que hemos sobrevivido. No se puede emplear un lenguaje belicista. La ciencia funciona o no, nuestros cuerpos responden o no, se puede atajar o no. Hay que evitar echar más carga encima de las pacientes. Lo que ocurra no es responsabilidad de ellas. No es valiente la que lo logra, no es cobarde la que calla, no es culpa de una estar enferma, no se ha cuidado más la que se salva. A ver si dejamos de juzgar.

En La trenza, de Laetitia Colombani, se abordan las historias de tres mujeres de diferentes continentes. Son muy diferentes, no se conocen y, sin saberlo, hay un hilo invisible que las une. Una de ellas, es Sarah. Vive en Canadá y es una abogada de éxito que lo ha sacrificado todo por su carrera. “Se levanta todos los días a las cinco de la mañana. No tiene más tiempo para dormir (…) Su jornada está cronometrada”. Así nos la presentan. “Madre de familia, alta directiva, mujer trabajadora, it girl, wonder woman: etiquetas que las revistas femeninas les colocan a mujeres como ella, como si fueran bolsos que les cuelgan del hombro”. No es capaz de comprender lo que de verdad importa hasta que se desmaya y le llega el diagnóstico.

El otro día me acordaba de ella porque una tocaya suya rompió su silencio. En este caso, no es ficción. Hablo de Sara Carbonero, que en la gala organizada por Elle, hizo un discurso muy emotivo en el que por primera vez se pronunciaba sobre el cáncer de ovarios que sufrió en 2019. Sus palabras, como a muchas que hemos estado en su lugar o en uno similar, me conmovieron. Obviamente también me ocurre con el relato de miles de mujeres anónimas. Lo que hemos compartido, sin duda, no hacer sentirnos cercanas. Reconocernos. Eso me pasó con la intervención de la periodista. Como ella, yo también he aprendido mucho sobre el valor del tiempo. Como ella, opino que necesitamos tranquilidad. Como ella, me sentí acompañada por un montón de amigos imprescindibles que supieron sostenerme.

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