Dos amigos beben sendos tercios de una cerveza malagueña en el Ocean Rock Bar, sito en San Vicente Ferrer, 27. Se cuentan, como cantaba Sabina, “sus andanzas y sus querellas”. Le cuelgan el interrogante de la noche a un futuro inminente. A ambos les va la vida en ello, toda una nueva vida que es un nuevo mundo, qué cojones, y, conforme se suceden los tragos, a la vez que la birra muta en Lleimisoncola, echan un vistazo por los retrovisores compartidos, que son la pila, y se zambullen en la piscina feliz de la nostalgia con cierta objetividad, porque son conscientes de que sus batallitas tenían más de Quijote que de Casanova, porque el patetismo siempre superó a la épica, pero, ay, qué risera, te acuerdas de cuándo tal y cual, ya no estamos para esos trotes porque nuestras novias, porque la edad, porque la resaca de la borrachera del sábado amenaza con conquistar el miércoles. Cualquier tiempo pasado, etcétera.
Félix Grande, poeta: “Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás: / el tiempo / habrá hecho sus destrozos, levantando / su muro fronterizo / contra el que la ilusión chocará estupefacta”. Sí y no, a ver. Mi tropa y yo frecuentamos el Ocean desde hace trece años, cuando Víctor Toller y Alberto Luque, compañero de Periodismo en la Complutense, desembarcaron en aquella Guanahaní malasañera y la convirtieron en el mejor bar del mundo. Patentaron una parroquia acogedora, etílica y divertidísima. No se limitaban a fichar clientes: también cosechaban amigos. Víctor y Alberto eran DJs, psicólogos, confesores, analistas políticos, surtidores de copas y compañeros de farra. Pasaron los años, el primero se marchó a Galicia y el segundo a EEUU. Heredaron Saúl y Jerry. Otros dos tipazos: listos, nobles, leales, cachondos mentales. Es un placer visitarles.
Sucede, sin embargo, que ya no estamos para según qué trotes. Que, volviendo al bardo Grande, la ilusión choca contra el muro fronterizo del tiempo. Que, cuando el Ocean se abarrota –siempre se abarrota– y oteamos ese horizonte efervescente de guiris y universitarios, somos conscientes no ya de que estemos en otra pantalla de un videojuego, sino de que estamos, directamente, en otro videojuego. Nuestro reino ha dejado de ser de ese mundo. El espejo retrata a dos opositores a puretas. Líbranos, Señor, de convertirnos en Pipi Estrada. Una vez asumidas nuestras limitaciones, procedemos a cebar el buche de la nostalgia, y revisamos el bestiario de correrías y personajes pretéritos, nosotros, que en la génesis del bar nos convertimos en parte del mobiliario permanente, jóvenes, becarios, tiesos, noctámbulos, y que ahora, más viejos, más gordos, más cansados y más formales –a Dios gracias–, acudimos de allá para cuando, menos de lo que quisiéramos, más de lo que debiéramos, sobre todo, a ejercitar nuestra memoria histórica, a conversar con nuestros queridos Jerry y Saúl y a brindar, ante el gepeto de Alberto made in Jeosm, resignados y satisfechos, a certificar el epílogo de nuestra juventud.
Y pon una ronda de imanoles, Jerry.