Leo con repugnancia una noticia en la prensa. Un hombre secuestró, violó y torturó a una chica en su casa durante 48 horas tras engañarla con una falsa oferta de trabajo. Ocurrió en Navarrés (Valencia) este pasado agosto, lugar donde la víctima, de 27 años, había llegado desde Marruecos. La joven consiguió pedir ayuda en el 016 enviando su ubicación y usando el traductor de Google, ya que apenas hablaba castellano. Por suerte, se la auxilió con rapidez y fue liberada. Lamentablemente, un caso más entre tantos que conocemos por los medios, pues situaciones donde la mujer es víctima de los abusos más cobardes no son inusuales. Una de las más detestables entre las descubiertas recientemente fue el abominable caso Pélicot, que provocó un aluvión de titulares, declaraciones y reflexiones de todo tipo. Entre ellas si realmente se buscaban soluciones a esta lacra. A veces no parece que sea el objetivo, sino la demonización, por oportunismo político, de la mitad de los ciudadanos del país. Se llegaron a oír cosas como que los hombres (¡todos!) son unos “violadores en potencia”. Sí, usted que me lee: su padre, su hermano, su pareja o su hijo. Es una injusticia difícil de soportar.
Que la capacidad de violar le es más natural al hombre es algo de Perogrullo. ¿Habrá que explicar lo obvio? Pero, si siguiéramos con ese modo de razonar, las mujeres seríamos todas unos putones en potencia, pues también la naturaleza nos ha bendecido con ciertas y oportunas cualidades. Por eso, en cualquier tiempo o lugar, la mayor parte de la prostitución es femenina. Y, sin embargo, créanme, nos suele gustar igual de poco a nosotras que nos digan “prostitutas en potencia” que a los hombres “violadores en potencia”. Historias terroríficas como las que he mencionado llevan a personas con una idea del feminismo muy sectaria y parcial a coger el rábano por las hojas y tratar de perpetuar un estereotipo que hace de lo particular una regla general. Y ha calado tanto que nuestra sociedad acepta sin reflexionar esa idea tan contra intuitiva y tan anti biológica de que los hombres (así, en general) agreden a las mujeres por razones profundas, estructurales. Y las resumen con ese que cliché de que son agredidas “por el mero hecho de ser mujeres”. Y no solo tan delirante idea es patrimonio de la izquierda: la derecha también se apunta.
Francamente, podríamos hilar más fino y hacer menos seguidismo de quienes se llaman a sí mismos “progresistas” cuando no son más que unos progres que no salen del marco mental de su ideología. Ni siquiera la derechita, insisto, se atrevió en su día a oponerse a una ley de violencia de género que se basa en que la mitad de la sociedad, los hombres, cometen crímenes contra las mujeres por el dichoso “mero hecho de serlo” (como afirma la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LIVG) en el primer párrafo de la exposición de motivos). Y es absurdo, una auténtica mentira. La mayoría de los machos de este planeta, si son heteros, están sanos y no les falta un tornillo, siempre, siempre tendrán tendencia a encontrar mucho más simpáticas a las hembras que a sus compañeros de sexo. La naturaleza se encargó de ello hace millones de años, y San Darwin se estremecería si supiera de ese desatino biológico en la legislación de un país. ¿Qué especie puede permitirse el lujo de detestar por defecto a sus hembras? ¿Acaso la realidad no nos dice todo lo contrario? No existe en la naturaleza un animal que abomine de las hembras “por el mero hecho de serlo”. Esa especie no hubiera prosperado. Solo un individuo psicológicamente enfermo podría tener esa tendencia aberrante. Y debe de haber habido pocos en proporción porque somos más de ocho mil millones de personas.
Las motivaciones para dañar a la mujer propia son tan antiguas como el mundo: celos, dominancia, alcohol, drogas, enfermedad mental o los efectos de una cultura menos desarrollada en un entorno donde la mujer es libre. El agresor de Navarrés, por ejemplo, era marroquí. La violencia, como todo en la vida, obedece a muchos factores. No generalicemos.