El sábado pasado, Granada me recibió con sol de mediodía y Sierra Nevada haciendo honor a su nombre, al bajarme del tren de los Goya que había partido de Madrid. Algo acostumbrada a los saraos literarios, estos del cine tienen un halo más mediático: el público espera a la salida de la estación, móvil en mano, con la esperanza de capturar una instantánea de sus ídolos. Pasamos los demás mortales por un pequeño simulacro de la alfombra roja, protegidos por las gafas de sol y rápido, para dejar paso a las celebrities. También había periodistas, micrófono en mano, listos para la caza de declaraciones.
Granada estaba pletórica, desbordante de gente y de clima. Antes de dirigirme a uno de los hoteles que la Academia de Cine proporciona a sus invitados, me perdí por Plaza Nueva y la carrera del Darro. Allí arriba, la Alhambra, majestuosa, inmutable. Abajo, los baños árabes, que me transportan a los tiempos de Sherezade. De ahí a las calles estrechas del Albaicín donde algún eco callejero decía que, al doblar una esquina, habían visto a Richard Gere con su mujer.
Comer berenjenas en tempura con miel de caña, entrar en una de las teterías de la calle Calderería Nueva y tomarse un té moruno con pastelillos de miel, hojaldre y pistacho es siempre un acierto. Granada se volcó con los Goya. Se respiraba en la ciudad el entusiasmo. A las afueras del Palacio de Exposiciones y Congresos, el público se arremolinaba, expectante, contagiando la ilusión en el interior. La alfombra roja, la verdadera, ascendía por unas escaleras como si para entrar hubiera que hacerlo por una pirámide maya.
Dentro del Palacio, largas colas para un photocall más doméstico, donde los asistentes se llevaban un recuerdo de la noche con el modelo escogido. Carritos de palomitas, algodón dulce y refrescos sin alcohol para amenizar las dos horas de espera hasta el comienzo de la ceremonia. Y, pocos minutos después de las diez, por fin el espectáculo comenzó.
Casi cuatro horas de gala. No se me hicieron largas, aunque una buena poda, sobre todo en lo artístico, suele venir siempre bien. Algunos agradecimientos se extendieron más de lo necesario, a pesar de la desesperación de los organizadores que tocan una música discreta, entre aviso y súplica, para que los pongan fin. Pero algunos discursos fueron emocionantes, de esos que te tocan el corazón. El de Aitana Sánchez-Gijón, con quien una ha crecido viendo su cine, o el de Richard Gere, que aportó su carisma a la noche.
También hubo espacio para el homenaje a Lorca, y todo lo que toca al poeta tiene una belleza inevitable. Lola Índigo emocionó con su “Verde que te quiero verde”, los hermanos Morente hicieron vibrar con “Anda jaleo”, grabado desde la Alhambra. El arte, cuando de verdad se siente, no entiende de guiones preestablecidos.
Y entonces, la estupefacción final. La entrega del premio a la Mejor Película dejó una de las imágenes más inesperadas de la noche. Belén Rueda miró la tarjeta. Silencio. Algo no encajaba. La tarjeta no había terminado. Hubo un segundo premio. ¿Un error? No. Un empate histórico. Dos películas se llevaban el Goya.
Y ahí quedó la noche, entre aplausos y desconcierto, con una Granada que seguirá brillando mucho después de que las luces del cine se apaguen. Ahora solo queda hacer lo que dicta la ceremonia: ver ambas películas, si no las han disfrutado, ya y juzgar por uno mismo.