La semana pasada estuve en una boda. Una ocasión genial para volver a disfrutar de familiares y amigos que sólo veo de vez en cuando. Una de las invitadas era una mujer muy interesante a la que traté un poco cuando fui diputada en Bruselas, donde reside. Apasionada del arte y la cultura, solía celebrar veladas musicales en una planta baja deliciosa en un barrio tranquilo de la ciudad. Una de las personitas que revoloteaban por allí era su hija, una niña de siete u ocho años de naricita respingona y ojos brillantes. Y digo “revoloteaba” porque era gentil como una mariposa. Grácil y femenina. Una criatura muy especial.
Ella y yo nos enviábamos guatsaps muy de tanto en tanto. Alguna cosa de su vida cotidiana y doméstica, como los típicos problemas con su hija adolescente, o que había renunciado a teñirse el pelo para pasar a una melena cada vez más blanca. Posiblemente eso último no sólo por comodidad sino por una cierta reivindicación ante lo que una persona culturalmente de izquierdas, como ella, debía de considerar una “imposición”. Y apareció radiante, mucho más delgada y con su cabello blanco largo y con rizos. A su lado, inconfundiblemente, estaba su hija que, con quince años, ya era más alta que ella. Preciosa, como siempre, pero arreglada de una manera que no resaltaba su belleza; más bien la enmascaraba. Nada extraño en una adolescente por otro lado. Llevaba el pelo corto y ondulado, teñidas las puntas del flequillo de un color azul que, buscando en Internet, vi que se podía calificar como zafiro. Vestida con un serio y elegante traje con camisa, todo en tonos marrones, sus zapatos eran masculinos, pero ella era igualmente la niña bonita que conocí.
Le dije a la madre “qué mayor está tu niña”, y se puso algo nerviosa, mirándola de refilón. Yo poco a poco iba cayendo del guindo. Mis sentidos habían ido alertándome desde el principio, pero estaba en modo “por defecto” y tardé un tiempo. Mi amiga, en cuanto vio la ocasión, me llevó a un aparte y me advirtió de que ahora era un chico y que se llamaba Eric. Yo para entonces ya era consciente de la situación. Y como la mayoría de los invitados no las conocían, no hubo incomodidades ni situaciones molestas. ¿Tu hijo? Qué guapo. Ya está.
Di por supuesto que mi amiga había aceptado con naturalidad este drástico cambio en la vida de ambas. Debo decir que, por lo que conozco, la ideología trans parece haberse cebado especialmente en la gente de izquierdas. Entre los progres cada vez hay más casos de padres convencidos de que no hay un sexo al nacer y de que son sus hijos quienes han de manifestar quiénes son en realidad y a qué “género” (palabra que ha suplantado a “sexo”) pertenecen. Me parece incomprensible que esto incluso suceda con personas con educación superior. Mi amiga tiene una destacable formación en el campo de la ciencia. Está lejos de ser una mujer ignorante sobre los puntos básicos de la biología. Pero esa ceguera se da demasiadas veces entre las “élites”, a las que ella pertenece.
Ah, pero no. Me confesó, avanzada la velada, su terrible desazón y angustia. Sobre todo por la posibilidad de que esa fantasía del cambio de sexo pasara a mayores. Que no sólo fuera ese acomodarse el binder (faja pectoral que disimula los pechos) que discretamente hacía todo el rato, sino que se lanzara a una intervención química o física que le causara un daño irreversible. Incluso me dijo, algo exasperada, entre la broma y la seriedad, “yo soy muy progresista, pero a mi niña no”. Y mi corazón lloró con el suyo.
Una de las consecuencias de la cultura queer y de la influencia de las redes sociales ha sido el dar una nueva visibilidad a la «disforia de género», esa extraordinaria creencia en haber nacido en el «cuerpo equivocado». Y los adolescentes son grandes consumidores de redes sociales, especialmente las chicas, usuarias más frecuentes de las nuevas plataformas orientadas a lo visual. Adolescentes y niñas que en un momento de su vida se sienten confusas, sufren por ello y encuentran consuelo en una comunidad solidaria que las gratifica con una mayor atención social. Incluso con popularidad. El aislamiento durante el Covid le dio un fuerte empujón a esta epidemia sin sentido. Y fue durante este tiempo que Laura se encerró en una burbuja de falsas creencias y de falsas soluciones, fomentadas irresponsablemente por políticos, medios de comunicación e influenciadores de todo tipo. Sólo deseo que esta ola maligna retroceda, que las niñas sean lo que sientan, heteros o lesbianas, y que nunca más las abduzca un Eric imposible.