Fíjense bien en estas frases: «Toda la educación de las mujeres debe estar relacionada con los hombres. Gustarles, serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, educarlos cuando son jóvenes, cuidarlos cuando son mayores, aconsejarlos, consolarlos, hacer sus vidas agradables y dulces: esos son los deberes de las mujeres en todos los tiempos, y eso es lo que hay que enseñarles en la infancia […] La principal cualidad de una mujer es la dulzura. La mujer debe soportar de su marido incluso la injusticia sin quejarse.»
Estas ideas espeluznantes, junto con otras muchas del mismo porte, fueron desarrolladas por Jean-Jacques Rousseau, probablemente el filósofo más influyente de los últimos siglos, el que estableció a mediados del XVIII las bases del estado moderno. Pero puedo saltar en el tiempo, hacia detrás o hacia delante, y contemplar las cosas que otros hombres de primerísimo nivel dijeron sobre las mujeres, y el panorama casi siempre es desolador.
Pienso en Aristóteles, el padre de la filosofía occidental, cuyos conceptos irradiaron sobre el mundo cristiano durante siglos, y que afirmó que «la hembra es como si fuera un macho deforme, y la descarga menstrual es semen, solo que impuro: le falta un elemento básico, el alma. Este elemento ha de ser aportado por el semen masculino, y cuando el residuo femenino lo recibe, entonces se forma el feto.»
Mucho tiempo después, la pluma lúcida de Erasmo de Róterdam no paró de insultarnos: «Si una mujer quisiese ser tenida por sabia, no conseguiría sino ser doblemente necia […] Del mismo modo que, conforme al proverbio griego, “aunque la mona se vista de púrpura, mona se queda”, así la mujer será siempre mujer, es decir, estúpida, sea cual fuere el disfraz que adopte.»
Avanzo hacia el presente. ¿Recuerdan a Schopenhauer? El filósofo danés fue una de las mentes más poderosas del siglo XIX. Pues bien, esto es lo que escribió sobre las mujeres: «Ya el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes esfuerzos materiales. […] Lo que hace a las mujeres especialmente aptas para cuidarnos y educarnos en la primera infancia, es que ellas siguen siendo por siempre pueriles, fútiles y de inteligencia limitada. Durante toda su vida son como niños grandes, una especie de intermedio entre el niño y el hombre.»
¿Y qué me dicen del brillante Nietzsche? En 1886, cuando las sufragistas comenzaban a exigir sus derechos, el importantísimo pensador escribió: «¡Hay en la mujer algo tan pedante, tan superficial, tan primario, tanta mezquina petulancia, tanto mezquino libertinaje y tanta mezquina inmodestia, cosas todas que hasta hoy solo han sido dominadas y reprimidas por su temor al hombre! ¡Desdichados de nosotros cuando el eterno fastidio femenino —y es inmenso— se atreva a mostrarse un día, cuando la mujer se disponga a olvidar radicalmente y por principio su delicadeza y su arte, el arte de la gracia y el juego, el arte de disipar las inquietudes, de aligerarlo todo, de tomárselo todo a la ligera, cuando deje de mostrarse delicadamente dócil a los deseos agradables!»
Remato este brevísimo repaso de los grandes intelectos con una cita del hombre más influyente en la cultura occidental del siglo XX, Sigmund Freud, que le escribió a una amiga: «Es probable que ciertos cambios en la educación puedan terminar con todos los atributos de ternura en la mujer, y que entonces ella pueda ganarse la vida igual que los hombres […] Creo que toda acción reformadora tanto en el terreno de la ley como en el la educación fracasará ante el hecho de que, mucho antes de la edad en que un hombre está en condiciones de labrarse una posición en la sociedad, la Naturaleza ha cifrado el destino de la mujer en la belleza, el encanto y la dulzura. La ley y las costumbres podrán ofrecerle a la mujer muchas cosas que hasta ahora le han sido negadas, pero su posición seguirá siendo la misma: un ser adorado en su juventud, y en sus años de madurez, una querida esposa.»
De ahí es de donde venimos. De siglos y siglos y más siglos de pensamiento no solo patriarcal sino abiertamente misógino, transmitido incluso por las mentes supuestamente más preclaras de la historia, hombres a los que debemos mucho en muchos sentidos, pero que a la hora de contemplar a la mitad femenina de la humanidad padecían una irremediable deformación de la visión, provocada por la toxicidad que emanaba de sus neuronas envenenadas.
¿Cómo vamos a sorprendernos de que un político actual, por más inteligente que sea, menosprecie a las mujeres toqueteándolas a su antojo, o de que su entorno lo proteja? Desintoxicarnos de toda esa ponzoña que hemos arrastrado durante milenios no es fácil, desde luego. Quizá las mujeres y los hombres que durante los últimos años han pretendido enarbolar en exclusiva la bandera del feminismo deberían aprovechar la crisis presente para analizar la presencia aún viva del veneno en sus propias mentes y, desde ahora, practicar el feminismo con cierta humildad y empatía.