Desde el pasado viernes vivo acompañada por una rara sensación de desconcierto y pesadumbre, que no ha hecho más que profundizar el dolor que empezó el 29 de octubre, el día del apocalipsis en l’Horta Sur. No sé muy bien qué esperaba de la comparecencia del presidente Mazón. A esas alturas, llevaba ya varios días preguntándome, a medida que iban aflorando las noticias sobre su actuación en aquella jornada, cómo podía dormir ese señor, cómo podía luego levantarse por las mañanas y acudir a sus actividades como si no pasase nada, con esa cara de no haber roto nunca un plato que suele poner ante los periodistas y esas prisas de hombre ajetreadísimo que hemos estado viéndole todos los días a la entrada del centro de emergencias en el que no estuvo cuando debía: cualquiera diría al verle corriendo así que el futuro al completo de Valencia está en sus manos, igual que el pasado más terrible estuvo indisolublemente ligado a su ausencia.
Reconozco que las primeras horas después de la catástrofe incluso llegué a sentir una levísima empatía hacia él. Por aquel entonces, al inicio de estos interminables veintidós días que ya parecen una sima del tiempo, creía que era un político que se había equivocado gravemente, movido por una mezcla de ignorancia e ideología neoliberal: la actividad económica no puede pararse aunque se pare el mundo, ya saben. Me imaginaba que, en cuanto saliera del shock inicial, en cuanto dejase de seguir moviéndose y hablando por inercia, caería en una crisis profunda y el sentimiento de culpa terminaría por tumbarle, dejándole incapacitado para trabajar y hasta para vivir con relativa normalidad.
El tiempo me ha demostrado que mis ideas eran ridículamente ingenuas. El President de la Generalitat Valenciana no se va a hundir anímicamente, ni nada que se le parezca. Desde el viernes pasado ha quedado claro que le importan poquísimo las víctimas, seres para él casi inexistentes a los que apenas dedicó unos segundos en ese discurso de más de dos horas y media que leyó sin apartar los ojos del papel y con un tono de voz de locutor a la antigua, sin sentimiento ni matices de ningún tipo. Ni una lágrima, ni un estremecimiento, ni un temblor en la voz. ¿Es posible?
Lo único que le importa a Mazón, ya ha quedado claro, es él mismo. El suyo ha sido un ejercicio de cinismo tan enorme que resulta inaudito incluso en un país que a estas alturas es ya experto en cinismos de todo pelaje. Tras semejante espectáculo de desfachatez, creo que, como ciudadana española, estoy autorizada moralmente para afirmar que ese señor es un desalmado. Textualmente, un hombre sin alma ni conciencia. Y me duele muchísimo pensar que el máximo representante político de una comunidad autónoma de mi país pueda ser alguien de semejante calaña. Me pregunto qué sentirán cuando lo ven fingiéndose inocente quienes han perdido a algún ser querido, o los que pasaron aquella noche una verdadera pesadilla cuyo trauma, me temo, perdurará durante mucho tiempo y que podría haberse evitado si él hubiese ejercido su responsabilidad. ¿Qué se les pasará por la cabeza cada vez que se den cuenta de que ese hombre que desconoce el sentido de la palabra honor sigue siendo el Molt Honorable President de la Generalitat? Me parece realmente una burla diabólica.
Pero me duele y me desconcierta aún más que el partido al que pertenece le proteja y le esté comprando el impresentable discurso de acusar a otros —y otras— que, de tener responsabilidades en este asunto, estarían en cualquier caso a años luz de las suyas propias. Soy una mujer de izquierdas, nunca lo he ocultado. Pero no solo reconozco el derecho de las corrientes conservadoras a existir, sino que estoy convencida de que necesitamos una derecha fuerte y seria que, en un momento dado, pueda neutralizar los errores de la izquierda, que también existen, por supuesto. Este PP que le da palmaditas a Mazón y acto seguido le echa una ligera regañina, como para compensar el exceso de mimos al niño malcriado, el PP que, para salvar a su villano, intenta boicotear la gobernabilidad de la Unión Europea en un momento crucial de la historia del mundo, con dos guerras amenazadoras a las puertas de nuestra casa y un nuevo presidente de Estados Unidos del que podemos esperar cualquier cosa, no está demostrando ser el partido de derechas que la ciudadanía española se merece.
Creo que el señor Feijoo y los suyos se equivocan respaldando frívolamente a un presidente cuya frivolidad resulta estremecedora. Tal vez, como dicen los analistas políticos, pueda explicarse como tacticismo partidista, pero en momentos tan graves como este, lo único que debería aplicar un partido es la decencia y la valentía. Probablemente terminen por pagar el error en las urnas, quién sabe, pero no creo que eso sea lo importante. Lo importante ahora mismo, por el bien de todos, es que podamos volver a creer que la política es algo noble, porque lo contrario genera monstruos.