Madrid festeja este jueves cómo, hace 216 años, sus orgullosos y feroces villanos se enfrentaron con cuchillos y tijeras a los implacables mamelucos, que eran mercenarios egipcios a sueldo del invasor francés, rubricando con sangre la génesis de la Guerra de la Independencia. Según se contaba, durante el levantamiento del Dos de Mayo, inmortalizado por Goya en un óleo que algún monaguillo woke podría considerar racista, Manuela Malasaña, amazona del Foro, Wonder Woman decimonónica y popular, perdió la vida a los diecisiete tacos mientras preparaba los cartuchos que su padre, Juan Malasaña Pérez, utilizaba contra los asaltantes del Cuartel de Monteleón. Según el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, en realidad, la joven murió un día después, asesinada en plena calle por una de las patrullas del gobernador Murat que recorrían la ciudad desarmando a los vecinos.
El director de Contenidos de Prisa Media, José Miguel Contreras, declaró el pasado viernes en Hoy por Hoy que ve “más peligro de independentismo en la Comunidad de Madrid que en Cataluña”. Desconozco si hay divisiones de escamots ayusistas en Móstoles, Parla o en El Escorial; en la Villa y Corte, en aquella ciudad “de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)” (Dámaso Alonso) que, con el tiempo, se desmelenó, modernizó, europeizó y acabó transformada en una city de franquicias y en un escaparate para instagramers, yo, al menos, todavía no los he visto. Soy de los que piensan que la vieja cuna del requiebro y del chotis, en cuyos garitos ahora reinan Rosalía y reggaetoneros con disartria, es la metrópoli más abierta del mundo, una Babilonia castellano-manchega, mestiza y universal, una corte de los milagros libérrima, imprevisible y terriblemente divertida, donde sólo algunos pijos como sacados de Ana y los siete nos miran mal a los que no somos de su clase –cosa que, por otra parte, sucede en todo el mundo–. ¿Nacionalismo madrileño? Regardez la gilipolluá, que diría el genial Tip.
El sueño de la ayusofobia produce tonterías a cascoporro. Me resulta ridículo recordar que en Madrid no se tira lejía para “desinfectar” la calle si un político que no es de la cuerda da un mitin, ni se espía a los niños en los colegios, ni se margina en base a una identidad, etcétera. “Maqueto” y “charnego” son conceptos que carecen de sentido en la capital del Reino de España, que acoge y atrapa sin distinción de raza, sexo, religión y derivados. Llevo diecisiete años viviendo en este País de las Maravillas y suscribo el verso de aquel himno ochentero de Sabina: “Aquí he vivido, aquí quiero quedarme”. Madrid me ha dado todo lo que no me había dado previamente mi familia, incluida alguna hostia –no conviene caer en el bucolismo: Madrid también puede ser una hija de puta de mucho cuidado–. Soy el que soy, en buena parte, gracias a este zoco heterogéneo y efervescente que me ha forjado, pulido, enseñado, besado, escupido y escrito. Madrid, Lola Flores que ni canta ni baila pero que no hay que perderse, no tendrá la belleza de París, la elegancia de Florencia, el encanto de Praga ni la tranquilidad de Alcafrán, pero. Y en ese pero cabe todo un universo. El maestro Raúl del Pozo, rey de la noche castiza e inventor de Costa Fleming, dice que salir de ella “es un error”. Nihil obstat. Y feliz Dos de Mayo.