Opinión

Multipartidismo: la tiranía de la minoría

María Morales
Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

Hace un par de semanas, en plena vorágine de elecciones en Estados Unidos, mi novio y yo acabamos debatiendo sobre la eterna pregunta de si el multipartidismo es realmente mejor que el bipartidismo. Él defendía que el multipartidismo abre espacio para la pluralidad de opiniones e ideologías y permite que todas las voces, incluso las minoritarias, tengan su representación en el panorama político. Para él, es una forma de enriquecer la democracia, de asegurar que ninguna visión queda silenciada. Al fin y al cabo, la diversidad política refleja la diversidad de una sociedad, ¿no?

Pero yo, a pesar de todo esto, soy totalmente partidaria del bipartidismo, por lo menos por lo que he vivido y aprendido de la experiencia en España. Porque, tal vez, mi opinión seria distinta si funcionásemos bajo otro sistema. Pero en un país como el nuestro, que requiere mayorías absolutas para gobernar, el multipartidismo nos deja un panorama político que poco refleja la ideología de la población. El resultado final es un collage de intereses; algo bastante alejado de cualquier ideal democrático.

Primero, en sistemas multipartidistas, la victoria no suele representar a la mayoría del electorado. Con tantas fuerzas en la arena, ningún partido logra el apoyo mayoritario, y se recurre a pactos y coaliciones, que son como castillos de naipes: una pieza clave se mueve y todo se viene abajo. España sabe bien de esto; el bloqueo institucional de 2019 fue un espectáculo patético. Dos elecciones generales en un año porque nadie alcanzaba una mayoría suficiente para gobernar. Finalmente, PSOE y Podemos llegaron a un acuerdo, pero la realidad es que el resultado ha sido un tira y afloja constante, lleno de concesiones y tensiones entre partidos muchas veces minoritarios.

Y hablando de minorías, en un sistema de pactos, partidos con representación mínima terminan inclinando la balanza. Vemos cómo partidos nacionalistas e independentistas, como ERC o EH Bildu, terminan siendo clave en decisiones nacionales, algo que resulta cuanto menos irónico. Que un grupo reducido de la población pueda imponer su agenda sobre temas de interés nacional resulta, como mínimo, preocupante. Así, en lugar de tener un gobierno fuerte y centrado, tenemos un equipo fragmentado de partidos que acaban teniendo que ceder hasta alejarse de sus agendas, esas que les ganaron el apoyo de sus votantes en un primer lugar, para mantener el apoyo de los partidos en coalición. ¿Resultado? Un gobierno que, en vez de representar a la mayoría, acaba supeditado a los caprichos de las minorías, dejando el interés común como una ilusión lejana.

Otro problema evidente del multipartidismo es su capacidad para bloquear decisiones en temas clave. Las reformas estructurales (pienso en el sistema de pensiones, la legislación laboral, la reforma fiscal…) se estancan. Cada partido, en lugar de construir, intenta marcar su propio terreno. Esta fragmentación es perfecta para el inmovilismo; el multipartidismo, en vez de abrir el diálogo, se convierte en un festival de vetos cruzados, donde el consenso se sacrifica en nombre de la “diferenciación”. Y si no, recordemos a PACMA, que en su afán por diferenciarse acabó construyendo un ideario más centrado en los derechos animales que en los problemas de las personas.

Si a esto le sumamos particularidades de España, como son las Comunidades autónomas y la larga historia de nacionalismos y separatismos, a nivel regional, el multipartidismo crea sus propios problemas. En regiones como Cataluña y el País Vasco, el gobierno depende de pactos entre partidos con agendas localistas que terminan desviando las prioridades. Así, una autonomía queda atrapada entre compromisos que buscan satisfacer a grupos específicos en lugar de atender a la mayoría, como si el interés regional pudiera fragmentarse en pequeños feudos sin impacto nacional.

Por supuesto, el bipartidismo tiene su cuota de polarización, pero al menos la distancia al centro es más corta, por lo menos en el mapa mental en el que se posiciona cada votante. Con cada nuevo partido, no obstante, crecen los muros entre ideologías, creando líneas rojas y compartimentos estancos de ideas. Y si hablamos de crispación, un sistema multipartidista la fomenta porque obliga a cada grupo a remarcar sus diferencias hasta el extremo. En vez de acercar posiciones, el multipartidismo crea un efecto “nosotros contra ellos” exponencial: cada partido se enfrenta al resto en un juego sin fin de desmarques y recriminaciones. La polarización se multiplica: cuanto más intentan diferenciarse, más se alejan entre sí, y el centro —ese lugar donde debería darse el consenso real— se convierte en territorio de nadie. Y si no, miremos el caso de Ciudadanos: nacido con la promesa de ser el partido del centro, el puente entre ideologías, acabó atrapado en su propio intento de contentar a todos sin enfadar a nadie. Al final, en un panorama tan fragmentado y polarizado, ser el punto de encuentro no le ganó amigos, sino que terminó diluyéndolo.

Y mientras Estados Unidos nos tiene constantemente “escandalizados” por las batallas personalistas entre sus políticos, por lo menos pueden gobernar, mientras que aquí en España tenemos un sistema donde hay que ser más malabarista que político. No pretendo convertirme en una experta de la política estadounidense (Dios me libre), pero viendo el espectáculo que tenemos en casa, prefiero un bipartidismo del de toda la vida. Al menos, con solo dos partidos grandes sabes a quién votas, y quién va a gobernar si gana. Un sistema donde quien obtiene la mayoría, por más mínima que sea, puede gobernar sin tener que estar hipotecando su programa electoral. Así que sí, para mí, tener la certeza de que el partido que elijo representa, más o menos, a la mayoría y que va a poder gobernar en paz es, sinceramente, preferible a que existan partidos como ‘Partido de la Protección de las Palomas’ o ‘Defensores del Botijo Tradicional’ porque “todos los intereses merecen ser visibilizados”.

TAGS DE ESTA NOTICIA