Para Agustín Rivera (Málaga, 1972), quien cobró su primer sueldo como periodista en especie –una cadena musical–, viajar es el paraíso soñado y, antes de que se convirtiera en un destino mainstream, Japón representaba “un territorio personal, acaso íntimo, que te hacía diferente”. Se plantó en la arcaica Cipango en 1995, el año del terremoto de Kobe y el atentado con gas sarín en el metro de Tokio, después de que le terminara convencer Manu Leguineche, animal legendario del gremio nuestro, a quien abordó en un cuarto de baño del Teatro Alameda, donde el viejo corresponsal impartió una charla. Escribe el andaluz: “En la estación de Shinjuku me topé de repente con el siglo XXII, un cruce formidable de gente variopinta”. Y en el país del Sol Naciente cumplió con el deber profesional de buscar y encontrar historias.
Su Hiroshima. Testimonios de los últimos supervivientes (Kailas Editorial, 2023) es un enorme libro de periodismo. Rivera se centra en los hibakusha, o sea, en las víctimas de los pepinazos atómicos que sufrieron la ciudad que da nombre a su ensayo y Nagasaki, y plasma, sin pornografía sentimentaloide, sus relatos tremendos, humanísimos y –¿sorprendentemente?– indulgentes: el autor muestra cómo, en general, los japoneses “sienten vergüenza, vejación, humillación”, mas “nunca resentimiento”, y cómo los testigos de aquel armagedón salvaje abogan con urgencia, sin infantilismos hippylongos, por la paz mundial y el desarme nuclear.
A través de diecinueve testimonios, Rivera ubica al lector en un infierno que apestaba “a óxido de zinc mezclado con sudor”, en el que 80.000 personas murieron en el instante de manera inmediata y, en los días posteriores, otras 50.000 por las secuelas. Las víctimas que sobrevivieron fueron condenadas al ostracismo de la amnesia política, administrativa y mediática y, hasta 1957, no tuvieron ningún tipo de apoyo. Tal y como cuenta una de ellas, “fuimos nosotros mismos los que empezamos a presionar al gobierno para que nos hiciera caso. Además de la revisión médica, también hemos conseguido un apoyo económico, que depende del tipo de enfermedad, de entre 30.000 y 100.000 yenes (unos 208 y 695 euros en 2023)”.
Estremecen especialmente los testimonios de algunas mujeres, como la profesora Masayo Mori, quien le dice a Rivera: “Todo era cruel y terrible. Pero con el paso del tiempo me fui acostumbrando”. Las bombas quebraron la juventud de unas chicas que, como escribió la poeta Noriko Ibaragi, perdieron la oportunidad de vestirse como deberían: “Cuando era más bonita en mi vida, era más infeliz, / era más absurda, / me sentía indefensamente sola”. Además, amén de enfrentarse al estigma y a la “enfermedad de la bomba”, estas muchachas se forjaron en un ecosistema en el que la yakuza triunfó como Los Chichos, la prostitución se convirtió en “un problema sin control” y los huérfanos pasaron a ser el objetivo principal de las mafias.
Hiroshima. Testimonio de los últimos supervivientes es, además, una carta de amor al oficio más hermoso del mundo de un devoto de Leila Guerriero, Tom Wolfe y Manuel Chaves Nogales que, cuando no había correo electrónico, tecleaba sus crónicas en una máquina de escribir eléctrica y las mandaba por fax a la redacción de internacional de Diario 16. Rivera, también doctor en Periodismo y profesor en la Universidad de Málaga, siempre ha tenido como meta “acumular experiencias para ampliar mundo” para que, “cuando aparezca el ocaso, estés satisfecho del terreno recorrido”. En las páginas de su cuarto libro de no ficción, recoge una pregunta de Sode Yamaguchi, un poeta del siglo XVIII: “¿Quién se preocupa de mirar la flor de la zanahoria en el tiempo de las cerezas?”. Me permito responder: los grandes periodistas. Como Agustín Rivera.