El 15 de mayo, día de mi patrón, San Isidro Labrador, sale la hermandad de Sanlúcar para la romería de la Virgen del Rocío. Comienza con una misa de romero a las ocho de la mañana, en la iglesia que hay en la calle San Jorge. Como está llena, una marea de colores inunda la calle peatonal donde han colocado unos altavoces. Es una marea de colores, volantes, lunares, rojo, azul, verde, flores y peinetas en el pelo, y al cuello, el cordón amarillo de la hermandad, con la medalla de la virgen del Rocío. Al terminar la eucaristía, ya suenan los primeros cánticos, las primeras palmas. Se ponen en marcha feligreses y romeros. Esperan el sonido de un flautín delicioso, el pito, como le llaman, que anuncia la llegada del Sinpecado. Dos bueyes hermosos, antiguos, de andar pesado, avanzan tirando de una carreta, como un pequeño paso de semana santa, repujada en plata, con copas de flores, amarillas y naranjas, y un estandarte de la virgen del Rocío en su centro. Y en lo alto del palio, una paloma que la lleva. Detrás de ella, avanza una procesión de hombres, mujeres y niños, provistos de una caña con ramas de romero, cuyo aroma lo inunda todo. Llevan atadas en ellas cintas amarillas, el color de Sanlúcar. Se respira la emoción del camino a emprender, tan esperado durante un año. Se respira la ilusión. Caminamos hacia la playa Bajo de Guía para cruzar la desembocadura del Guadalquivir en la barcaza. Cuando esta llega, embarcamos.
Nada más cruzar el río, esperan las carriolas ornamentadas con sus cortinillas de cuadros amarillos y blancos, tiradas por tractores. Ya se ven los hombres y las mujeres a caballo, ellos con su traje de corto, su sombrero, sus zahones de cuero, ellas con sus trajes de flamenca, otras vestidas de corto, las sillas camperas forradas de borrego, otras montadas a la amazona. Ya se nota la humareda del polvo del camino, se avanza con alegría, suenan las primeras sevillanas, las palmas, las guitarras, es el comienzo.
Se camina, se bebe, se come, se canta, se reza. Se celebra la belleza de la virgen. Pronto se oyen vivas a las Blanca Paloma, a la Madre de Dios, la reina del las marismas del cielo. Mística, fe y folclore. Cuentan que la tradición de la virgen comenzó en Egipto bajo el manto de la diosa Isis, y posteriormente se extendió por el Mediterráneo durante el Imperio romano. Verdad o no, me gusta pensar que celebran el amor de una Madre, a la que cantan de nuevo, y le dan nuevos vivas, como en el momento del ángelus. Tras él, arranca de nuevo la romería. Me sorprenden los numerosos 4×4 que acompañan a caballos y carriolas, que te transportan aún más a un tiempo pasado. No es el Paris Dakar, pienso, es el Rocío de siempre, que avanza como una caravana de cánticos y castañuelas entre las Dunas de Doñana.
Según nos adentramos en el Coto, la naturaleza nos traga. Los pinos se adensan, la arena es el ama, con sus escarabajos negros que te hacen viajar de nuevo al antiguo Egipto. En las cunetas silvestres, hechas por las rodadas de los tractores y los coches, surgen matas de adelfas con flores rosas, arbustos de flores amarillas; a lo lejos, un horizonte de salinas cuyo cielo cruzan las cigüeñas y con suerte las bandadas de flamencos.
Y el día pasa. Solo queda seguir adentrándote en la naturaleza. Un alto en el camino: gambas, embutido, langostinos de Sanlúcar, papas con choco, preparadas en las cocinas de las carriolas. Antes de que se vaya la luz, llegamos al palacio de las Marismillas. Acampa toda la romería junta. Se montan los campamentos, las tiendas de los romeros. Cada cual lleva a su manera la casa a cuestas. Pero no nos falta la alegría. El coto se tiñe de rojo, la luz del atardecer se filtra entre ramas y agujas y deja una paisaje fantasmagórico. Vemos los primeros ciervos entre los pinos, a lo lejos. Es mi primera noche en el Rocío. No creo que pueda dormir, presiento, pero aun así me rinde el cansancio y duermo.
Madruga la romería. Con la salida del sol, se levanta el campamento. Tostadas y sevillanas, y tras el café, una copa de amontillado remata el desayuno rociero. Es pronto para beber, pero el amontillado, dicen, es lo mejor para la cura del día pasado. Una caravana, flanqueada por jinetes avanza, delante y detrás del Sinpecado. Es el día de bautismos. Tras la misa de las 12, muchos romeros se arremolinan alrededor del cura. El bautizo folclórico. La medalla de la virgen en la frente, sujeta por la madrina o padrino, la concha sagrada, una botella de manzanilla que te empapa cabeza y rostro. El chorro cae a un plato y tras el nombre elegido, María del Camino, Ribera de las Marismas, se bebe de él un sorbo.
Me gusta esta romería, este camino de hermanos, de la hermandad de Sanlúcar, de Chipiona, de Jerez… Me gusta como se ayudan entre ellos los romeros, que mientras caminan te preguntan desde las carriolas qué necesitas, si quieres agua, vino, cerveza. Se ofrece, se comparte.
Y pasa la tarde, y una noche más frente al palacio de Doñana, donde según la leyenda Francisco de Goya pintó a la maja desnuda.
Un nuevo día. Esta vez el paisaje es llano, pero la arena no cesa. Seguimos avanzando entre pinos, lavanda, y mejorana. Cuando quedan pocos kilómetros para llegar a la aldea al Rocío se organiza una caravana, como la domingo de los años 50, volviendo de la playa. Coches 4×4, caballos, carriolas, peregrinos a pie, que surgen en una nube de polvo como un espejismo de color y folclore. Nos bajamos de la Carriola, para ir caminando junto al Sinpecado. Ya se ve a lo lejos la laguna, y más allá, la aldea y la silueta blanca de la ermita de la Virgen. Suenan las campanitas, de nuevo el flautín. He llegado, mi primer camino. Ya me voy, con muchos otros a ver a la Virgen del Rocío.