Opinión

Menudo lío el del dictador y su amiguita prostituta

Pedro Sánchez, durante la comparecencia de este lunes en el Palacio de la Moncloa
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El espíritu regeneracionista español es, grosso modo, más viejo que la tos. Ya en el Siglo de Oro, Francisco de Quevedo, el rey canalla y genial de los bardos, miraba los muros de la patria nuestra “si un tiempo fuertes, ya desmoronados, / de la carrera de la edad cansados, / por quien caduca ya su valentía”. Pasaron los siglos y, después de que EE. UU. nos curtiera el lomo en Cuba y nos supiéramos Miembro de Honor de las dying nations –por entonces, el primer ministro británico, lord Salisbury, estableció una línea divisoria que separaba a los pueblos en pujantes (living) y en decadentes (dying)–, los intelectuales y algunos políticos se marcaron un tremendo ejercicio de introspección para detectar y extirpar lo que consideraban los males más profundos del país. En 1902, por ejemplo, Joaquín Costa, en su obra Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, reclamaba un “cirujano de hierro” que ejecutara una “política quirúrgica”.

El espíritu del Plan de Acción por la Democracia, o sea, el Plan Nuestra Señora de Begoña de Pedro Sánchez, tiene un vasto pasado. Si al presidente del Gobierno le quitan el sueño regeneracionista los “bulos” y los medios que han publicado informaciones sobre su esposa y los presuntos delitos que se le imputan, hace justo un siglo, al dictador Miguel Primo de Rivera le obsesionaban, entre otros asuntos, la corrupción y la inmoralidad. Sin embargo, del dicho al hecho, etcétera. Escribe el profesor Juan Francisco Fuentes en su magnífico ensayo Bienvenido, Mister Chaplin (Taurus, 2024): “La lucha por las buenas costumbres que abanderaba la Dictadura recuerdan mucho el debate sobre la ley seca en Estados Unidos, las flagrantes contradicciones de puertas afuera y transgresores de la ley en su vida privada (…). En cuanto al juego y otras actividades clandestinas a la orden del día, como la prostitución y el tráfico de drogas, la hipocresía oficial no era una novedad”.

A Primo de Rivera le calzaba como un guante aquello que cantaba Sabina de “Corre, dijo la tortuga, / atrévete, dijo el cobarde”. De cara a la galería, era un animal diurno de sacristía, un estandarte de virtud y castidad. Sin embargo, como al general le iba la marcha, en cuanto caía el Sol, le daba el venazo sarandonguero y peregrinaba y abrevaba por diversos casinos y cabarets porque, volviendo al profesor Fuentes, “una cosa eran las decisiones anunciadas a bombo y platillo, como la persecución del juego y de algunas corruptelas administrativas, y otra la cruda realidad, en marcado contraste con el puritanismo oficial del régimen”. Esta doble moral suya quedó patente con el escándalo de Maruja La Caoba, una prostituta sevillana que empezó haciendo la calle en Madrid y que, progresivamente, ascendió hasta adentrarse en la Corte. Farlopera, amiga y posible amante del militar jerezano, fue procesada en 1924 por tráfico de drogas. Primo de Rivera la defendió y presionó al juez que se encargaba del caso, José Prendes Pando, para que la liberara, pero el juez, hombre honrado, quiso hacer justicia. Por ello, a Primo no le quedó más remedio –entiéndase la ironía– que expulsarlo de la carrera judicial. En estas, como el presidente del Tribunal Supremo, Buenaventura Muñoz, se puso de parte de Prendes Pando, el dictador le jubiló anticipadamente, y tan pichi.

Ya puesto, Primo le pasó la factura a quienes no se mordieron la lengua con el affaire: clausuró el Ateneo de Madrid y privó de su cátedra y desterró de la Península a Miguel de Unamuno, quien escribió en Fuerteventura: “Famoso se hizo el caso de la ramera, vendedora de drogas prohibidas por ley y conocida por La Caoba, a la que un juez de Madrid hizo detener para registrar su casa y el dictador le obligó a que la soltara y renunciara a procesarla por salir fiador de ella”. Fuentes: “Esto es lo que el propio general llamó su ‘modesta gestión’ al justificar en una nota oficiosa su actuación a favor, según él, de una pobre mujer injustamente perseguida”. No hemos cambiado tanto, ¿verdad?

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