La palabra “woke” significa en inglés despierta o despierto. En las últimas décadas, como bien saben, ha empezado a utilizarse en un sentido amplio, que implica concienciación política y también activismo frente a los poderes. Comenzaron a usarla los afroamericanos para animar a los suyos a darse cuenta de los gravísimos problemas ligados al racismo que los mantenían inactivos (¡Despiértate, que te están machacando!), y de ahí se ha extendido a otros muchos campos, a menudo relacionados con el reconocimiento por los otros de la identidad propia.
Salvo por el hecho de ser mujer, nunca he sentido que mi identidad me pusiese en riesgo: soy blanca, heterosexual, europea, asturiana/española, miembro de una clase media ilustrada y, por todo ello, privilegiada en muchos sentidos. Siempre he sentido una simpatía por el movimiento “woke” que me llevaba a interesarme por sus reivindicaciones, pero pensando al mismo tiempo que mi propia vida no estaba demasiado afectada por esos asuntos, más allá, insisto, de las cuestiones de género.
Los últimos meses, sin embargo, me han hecho cambiar de actitud. El mundo (occidental) se ha precipitado de pronto hacia una sima muy profunda en la que arden llamas infernales que amenazan con arrasarnos a las personas que, simplemente, creemos en el respeto a los otros y al planeta. Casi todo lo que ocurre en Estados Unidos tiende a contagiarse con mayor o menor rapidez, y el triunfo de Trump y sus venenosas ideas parece ser una señal de que, si no reaccionamos, nos espera un momento histórico muy oscuro.
Así que sí, me quiero a mí misma despierta, me necesito “woke”. No sé cuánto me queda para irme de este mundo, pero no deseo hacerlo con la sensación de que todo aquello por lo que he luchado tanto ha sido arrasado, con la impresión de que les dejo a quienes vienen detrás unas condiciones de vida peores. Aunque solo sea por eso, me exijo estar despierta.
Tengo que hacerlo para que no sigamos arrasando un planeta cada vez más afectado por nuestro afán de depredar. Los mensajes de esa extrema derecha que tanto admira al jefe de la manada Trump van precisamente en sentido contrario: no pasa nada, el cambio climático no existe, la especie humana está aquí para extraer todo el beneficio económico posible de su entorno, adelante… Entretanto, nuestro entorno sufre y se rebela, y un día quizá no muy lejano terminará por extinguirnos, harto de nosotros.
Tengo que mantenerme despierta para que el consenso que habíamos logrado en los últimos cien años de que las personas más vulnerables deben ser protegidas no salte por los aires. La gran crisis económica que empezó en 2008 y 2009 ya significó un cambio importante en ese sentido. El neoliberalismo más codicioso se hizo con el poder (y con el discurso), condenando a millones de ciudadanos a sobrevivir en medio de una selva en la que solo parece imperar la ley del más fuerte. Las estructuras de protección social y reparto de la riqueza, al menos en Europa, han resistido todavía en cierta medida, con mayor o menor éxito, ese ataque furibundo, pero la ideología que se abalanza sobre nosotros amenaza con llevarse por delante los escudos que aún permanecen. La extrema derecha —y la derecha extrema— creen en el darwinismo social, como bien tuvo el inmenso valor de afirmar ante Trump hace unos días la extraordinaria obispa episcopaliana Marianne Edgar Budde: para los seguidores de esas ideologías exterminadoras, solo los más fuertes tienen derecho a existir. Pero la “misericordia”, como ella dijo, la compasión, la empatía y los cuidados han formado parte de la sostenibilidad de nuestra especie desde el origen de los tiempos, y no solo la violencia, la crueldad o la indiferencia ante el sufrimiento ajenos. ¿Qué seríamos sin eso?
Y debo permanecer despierta, muy despierta, ante el rechazo furibundo a la igualdad de género y a nuestros derechos como mujeres que alimenta a buena parte de todo ese gentío, y no solo el masculino (también existen, y siempre han existido, las mujeres cómplices del patriarcado). Se ve venir, mirémoslo de frente. No nos quieren fuertes, activas, dueñas de nuestra vida. Anhelan aquellos tiempos en los que no nos permitían formar parte de la construcción de la sociedad, más allá del mundo privado familiar. Nos desean cosificadas, calladas y sumisas, atendiendo tan solo a sus necesidades y las de su prole. Irán arrinconándonos cada vez más, hasta que volvamos a sentirnos inertes, débiles e incapacitadas y aceptemos con los ojos cerrados su dominio de machos.
No les voy a permitir que nos hagan eso sin reaccionar. No cerraré los ojos. No tiraré la toalla. Defenderé con uñas y dientes los derechos adquiridos, los logros de una sociedad que, creíamos, caminaba imparable hacia algún lugar más luminoso para todos. Juro que me mantendré despierta, “woke”, por las muchas —y muchos— que vienen detrás, aunque me echen aceite hirviendo en los ojos.