Si alguna vez han visitado el Museo de la Evolución Humana en Burgos, tal vez conserven el recuerdo del cráneo 5 de la Sima de los Huesos, conocido popularmente como “Miguelón”, en homenaje a Miguel Induráin. Esa calavera única, perfectamente conservada, pertenece a un individuo de unos 35 años —no se sabe si hombre o mujer— que vivió hace alrededor de 300.000 años y que ni siquiera formaba aún parte de nuestra especie, homo sapiens.
“Miguelón” nos cuenta mucho de la vida de nuestros antepasados más remotos. En algún momento, ese homínido sufrió un golpe en uno de sus dientes que le generó una fuerte infección, todavía visible en su mandíbula. Según los científicos que lo han estudiado, esa fue probablemente la causa de su muerte. Pero pasaron meses hasta que eso ocurrió. Entretanto, alguien tuvo que cuidar de él: con toda seguridad, otros miembros de su grupo masticaron los alimentos y se ocuparon de darle de comer y mantenerle vivo.
Hay numerosos hallazgos arqueológicos del origen de los tiempos que nos cuentan historias parecidas. En la cueva calabresa de Romito, por ejemplo, se encontraron los restos cuidadosamente enterrados de un hombre que vivió hace 10.000 años, en pleno paleolítico, con una displasia acromesomélica, es decir, un tipo especialmente grave e inhabilitante de enanismo. Aun así, los análisis de sus restos y los de otros miembros de su grupo encontrados junto a él demuestran que su alimentación fue la misma: ese hombre seguramente no podía formar parte de las partidas de caza, pero eso no impidió que los suyos lo admitieran como a un igual, compartiesen con él la comida y, sin duda, lo cuidasen en todos los sentidos.
He pensado en “Miguelón”, en el hombre de Romito y en otros casos parecidos al ver anteayer la imagen de Trump y Netanyahu juntos en la Casa Blanca. El Emperador Airado y el Genocida, haciendo de las suyas. Dos de las figuras más relevantes de esa Internacional de Machirulos que han copado el mundo en los últimos tiempos y de la que forman también parte Putin y algunos otros elementos menores, aunque igualmente temibles, como Milei o Elon Musk, (este último a título personal y no oficial, por así decir).
La humanidad parece haberse movido desde sus orígenes entre dos condiciones opuestas. La de los depredadores codiciosos, herederos de ese simio que en los minutos iniciales de 2001. Una odisea del espacio descubre el poder de las armas y los grandes beneficios que le otorga el ejercicio de la violencia, y la de los cuidadores compasivos, los que se ocuparon de ayudar a “Miguelón” y al hombre de Romito para que pudiesen vivir.
El relato suele hacer que solo prestemos atención a los primeros: en general, nuestra idea del pasado suele ser la de un universo sangriento y cruel, y las figuras que recordamos son las de aquellos que utilizaron la violencia en nombre de diferentes creencias e intereses, los que se dedicaron a conquistar, saquear, matar, hacer esclavos y someter poblaciones enteras a su voluntad caprichosa. Los eternos Emperadores Airados, desde Hammurabi hasta Hitler, que atraviesan e ilustran la historia, la narración del devenir humano, como si fueran sus únicos protagonistas.
Se nos olvidan en cambio todos los demás, el número infinito de cuidadoras y cuidadores que, desde hace milenios, han hecho posible que la humanidad siga existiendo. Silenciosamente, de manera discreta, sin trompetas ni esclavos encadenados ni polvaredas rodeándoles mientras atraviesan los campos de batalla, con las capas ondeando al viento y las espadas alzadas contra el enemigo. Sin épica ninguna. Tan solo cumpliendo tranquilamente con su deber como especie y como individuos, el de facilitar la supervivencia y el bienestar, sobre todo la supervivencia y el bienestar de quienes no lo tienen fácil.
También el relato periodístico está de parte de los otros, de los gritos de los Machirulos, sus sierras eléctricas, sus patadas en las ingles y sus misiles asesinos. Chillan tanto, hacen tantos aspavientos —y entre todos les damos tanto eco—, que no nos dejan ver la otra esfera, la de quienes resisten contra esa presión cuidando de los de al lado, sin ser ni siquiera conscientes de su heroicidad.
Habrá quien diga que todo esto es “buenismo”, vacuas esperanzas de que el mundo pueda ser un lugar mejor. Pero yo afirmo que es pura ciencia estadística: si aún existimos, es porque sobre la tierra ha habido más bondad que maldad, más seres masticando la comida para alimentar al enfermo o al discapacitado que lanzando su arma al aire, como el simio de Kubrick, en una feroz exaltación de la violencia. En realidad, aunque parezca que siempre ganan ellos, los hechos nos demuestran que no es así. Si hubieran ganado, ya no estaríamos sobre el planeta. Aparto pues el humo de las bombas y los escombros, el polvo sanguinolento del campo de batalla, y me esfuerzo por mirar al otro lado, donde aún vive, aunque a menudo se nos olvide, la compasión humana. La única esperanza.