Opinión

Malhechor, Mangar, Va-Saltar y Se Calló

Irene
María Morales
Actualizado: h
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El reciente episodio con el tuit de la Guardia Civil sobre “Malhechor, Mangar y Va-Saltar” y la reacción de Irene Montero ejemplifican perfectamente cómo algunos políticos han elevado la búsqueda de ofensas a una especie de arte, con consecuencias absurdas para la vida pública. Si alguien logra interpretar una advertencia claramente humorística y educativa como una muestra de racismo institucional, es que estamos alcanzando niveles insospechados de desconexión de la realidad.

El tuit (“Si esta noche entran en tu casa tres tipos disfrazados, puede que sean los Reyes Magos. Pero ¿y si son Malhechor, Mangar y Va-Saltar?”) que simplemente pretendía alertar a la población sobre los robos domiciliarios durante las fiestas navideñas, fue acusado por Montero de perpetuar prejuicios racistas. Básicamente, el tuit en cuestión iba acompañado de una imagen de tres figuras encapuchadas a lomos de un camello. Sin embargo, Montero asumió automáticamente que las figuras encapuchadas eran personas negras, tildando el mensaje de racista. Resulta irónico que, en su esfuerzo por señalar un supuesto prejuicio, la ministra parece proyectar uno mucho mayor: confundir automáticamente a una persona encapuchada con una de raza negra. Si hay racismo implícito aquí, no parece estar en el tuit.

Esta respuesta refleja, además, una falta de sentido del humor preocupante y una alarmante incapacidad para distinguir entre una advertencia legítima de seguridad pública y una ofensa inventada. Porque, al final, ¿a quién sirve esta polémica? Desde luego, no a los ciudadanos a quienes iba dirigido el mensaje.

Pero esto no es solo una cuestión de desconexión con la realidad. Hay, además, una clara intención de manipular la narrativa para forzar un enfrentamiento ideológico donde no lo hay. ¿Por qué? Porque en el juego político actual, el victimismo y la indignación constante se han convertido en herramientas para ganar protagonismo. Montero no solo malinterpreta deliberadamente el tuit, sino que aprovecha la situación para alimentar una agenda política que polariza más a la sociedad. En este caso, el objetivo no es realmente defender a nadie, sino desviar el debate hacia una supuesta lucha contra el racismo, aunque ello implique descontextualizar y demonizar el mensaje de la Guardia Civil.

Además, el hecho de que la Guardia Civil se haya visto obligada a borrar el tuit es un ejemplo más de cómo esta constante búsqueda de ofensas está llevando a una censura constante. En un mundo donde el miedo a la crítica supera a la intención original de proteger y educar, cada vez son más los que optan por la autocensura para evitar conflictos innecesarios. Y esto no es un problema menor: el silencio, en lugar de protegernos, nos expone aún más a la manipulación de quienes utilizan el moralismo como herramienta política.

Lo peor es que, en su afán de politizar absolutamente todo, Montero pasa por alto el verdadero problema: el aumento de robos durante ciertas épocas del año y la necesidad de herramientas efectivas para prevenirlos. Es decir, en lugar de centrarse en cómo mejorar la seguridad de las personas, decide usar el altavoz mediático para atacar a la Guardia Civil y desviar el foco hacia debates ideológicos innecesarios.

Lo que a mí me da más miedo de todo esto, es que lo políticamente correcto, enmascarado bajo una supuesta cuestión de respeto básico, nos es más que un arma contra el sentido común. La realidad es que no todo tiene una motivación oculta ni una intención maliciosa. A veces, un tuit es solo un tuit. Pero claro, cuando se vive en una burbuja donde cada palabra se interpreta bajo un prisma ideológico extremo, todo parece motivo de indignación.

En conclusión, el episodio no solo es un ejemplo más de la desconexión de ciertos sectores políticos con los problemas reales de la ciudadanía, sino también una llamada de atención sobre cómo hemos llegado a un punto en el que el humor y la advertencia pública pueden ser censurados en nombre de un moralismo mal entendido. Más preocupante aún es cómo estas polémicas, lejos de ser casualidades, están diseñadas para manipular la opinión pública, desviar la atención y polarizar más a una sociedad que ya tiene bastantes retos por afrontar. La pregunta, entonces, es: ¿hasta cuándo vamos a seguir permitiendo que el ruido de la indignación artificial silencie las verdaderas prioridades de nuestra sociedad?

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