Esta semana he terminado de ver la adaptación de Netflix a la pequeña pantalla de Cien años de soledad. Cuando me enteré de que se había hecho una serie de la novela me pregunté cómo era posible, Macondo me parecía un universo demasiado icónico, demasiado grande, demasiado bello, demasiado nuestro, de los lectores que lo habíamos degustado y disfrutado durante muchos años imaginándolo a nuestro antojo. Imaginándolo de muchas formas distintas a lo largo de los años. Porque no es el mismo Macondo a los diecisiete que a los cincuenta.
A los diecisiete lo leí por primera vez porque me lo mandó mi profesor de literatura. Recuerdo que no me apetecía nada, pero al poco de empezarlo me dije: esto es lo que andaba buscando. Porque ya tenía el veneno de la escritura dentro y escribía a mano relatos, que eran los tiempos del spectrum y entonces reinaban los cuadernos. Esto es, me dije, la belleza que yo quiero en mis letras, la música que me llevaba melodiosamente de una línea a otra sin que me importase lo que pasara. Quería música en mi prosa que podía ser de jazz, como la que está dentro del cuento El perseguidor de Julio Cortázar o cualquier otra melodía.
La prosa de García Márquez me entraba por los sentidos, alegrándolos como ninguna otra. Me entraba por el alma, si me perdonan la cursilería, y todo era bello, incluso los golondrinos en las axilas del coronel Aureliano Buendía, los golondrinos que eran para mí una palabra nueva, pues me había quedado en las golondrinas de Bécquer y en sus vuelos de ballesta anunciando el verano en mi balcón. Todo rezumaba belleza en Cien años de soledad, incluso lo que me daba asco, como los bultos axilares del coronel, cargándose así el límite estético que impuso Kant a la belleza. No era así cuando lo contaba Gabo con sus letras de música.
Por eso he tardado meses en ver la adaptación, porque me preguntaba cómo llevarían su voz a la pantalla. Cómo serían Úrsula, José Arcadio, Amaranta, esa Rebeca cometierra, ¿me pasaría como cuando vi la película de La casa de los espíritus? Otra novela que me encanta, pero la cara de Esteban ya será para siempre la de Jeremy Irons, que antes era para mí el puro ejemplo de la espiritualidad tras verlo en La misión.
Reconozco que me gustó que los productores fueran sus hijos, Rodrigo, cineasta, y Gonzalo, y que dos de las condiciones que impusieron a la plataforma que llevase el proyecto adelante, fuesen que tenía que rodarse en Colombia y en castellano. Y así fue. El audiovisual y el literario son dos lenguajes distintos, dos maneras distintas de contar historias, quizá por eso no deberíamos comparar las adaptaciones con su texto original. Es otra obra distinta. Pero cómo no hacerlo. La adaptación de los hijos de García Márquez hace honor a la prosa de su padre, pero en otro arte. Un profesor de guion que tuve nos contaba que el buen cine se parece más a la poesía que a la prosa. Las primeras escenas de la serie dan fe de ello. Hermosas y trágicas, bañadas en una luz que narra por sí misma. Las hormigas doradas, la casa de los Buendía tomada por la vegetación salvaje y por el drama de la sangre.
No les hago más spoiler. Quizá cuando lea de nuevo la novela, con sesenta o setenta, Úrsula siga siendo la actriz de la serie, con toda su fuerza. Quizá José Arcadio y el resto de los Buendía ya tengan rostro para siempre. Aun así, les recomiendo que la vean. Qué disfruten la voz en off que narra las palabras del autor y produce ese estremecimiento que nos deja vivos.