Opinión

Luisa Roldán y el mundo de las sombras

Ángeles Caso
Actualizado: h
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Mientras los pajarracos negros de la Internacional de Machirulos despliegan sus alas desde Washington y amenazan con verter sus excrementos sobre muchas de las cosas valiosas que creíamos haber conseguido en las últimas décadas —y no solo las mujeres—, busco sosiego en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, uno de esos pocos espacios artísticos que aún guardan, junto con toda la belleza que alberga, una cantidad reconfortante de silencio y paz.

El Museo me ofrece estos días un regalo extraordinario, una exposición dedicada a la gran escultora del Barroco Luisa Roldán —conocida también como “la Roldana”—, sin duda alguna la artista española más importante hasta llegar al siglo XX. Su historia reúne muchas de las características propias de las biografías de pintoras y escultoras del pasado. Nacida en Sevilla en 1652, Luisa era hija de Pedro Roldán, un maestro de la talla en madera característica de aquella época. Hay que imaginar la Sevilla de entonces, tan rica y exuberante, para entender lo que significaba dedicarse a la creación de imágenes religiosas: fue el momento del estallido de las Hermandades y las procesiones, y un taller como el de Pedro Roldán era un lugar en el que la actividad no se detenía nunca.

Luisa y sus hermanas aprendieron desde pequeñas a colaborar en el trabajo paterno, algo que ha sido muy común a lo largo de los siglos en los talleres artísticos: aunque a menudo se nos olvide, los brazos de una mujer de las clases populares —y los escultores y pintores pertenecieron a ese amplísimo círculo social durante muchos siglos— siempre han valido tanto como los de un hombre. Así que, como otras muchas niñas del mismo estrato profesional, la pequeña Luisa hizo su aprendizaje entre las grandes piezas de madera, las gubias y los pigmentos para colorear las imágenes que surgían del negocio familiar, y pronto demostró haber heredado el talento de su padre para extraer vida de las vetas muertas, convirtiéndose en su mejor colaboradora.

Después de casarse joven con otro escultor —en contra de la voluntad paterna—, Luisa Roldán abrió su propio taller, con su marido como ayudante, y empezó a competir con su padre. No es fácil reconstruir su carrera en esos primeros tiempos en Sevilla: se conserva poca documentación y su firma no solía aparecer de forma visible, aunque se ha encontrado en el interior de alguna de las tallas al restaurarlas. En cualquier caso, comenzó a labrarse un nombre en condiciones seguramente no muy fáciles, dada la desconfianza que debía de rodearla como raro espécimen de mujer-artista.

Aun así, mientras gestaba y paría siete hijos, su nombre fue asentándose y, tras algunos años en Cádiz, donde creó varias tallas para la Catedral, terminó por instalarse con su familia en Madrid, buscando la consagración definitiva en la Corte. Y lo cierto es que la logró: en 1689, fue nombrada Escultora de Cámara del rey Carlos II, el máximo honor al que un artista de la época podía aspirar. Luisa Roldán supo poner de moda en los palacios de los nobles madrileños sus innovadoras piezas de terracota policromada en las que a menudo representaba momentos íntimos de la infancia de Jesús y de la propia Virgen.

A veces se ha querido minusvalorar esa parte de la obra de Luisa Roldán por ser, cómo no, demasiado “femenina” e “intimista”, por contraste con las “grandes” y “poderosas” tallas procesionales o de altar, que también fue capaz de hacer. Sin embargo, ese es precisamente su gran mérito, el de haber sabido encontrar un lenguaje único, sin equivalente en la escultura barroca española, en el que representó actitudes comunes y cercanas, el mundo privado de las familias, dotando así a los personajes sacros de una humanidad conmovedora.

A pesar de su éxito, murió en 1706 en la miseria: ni el rey ni muchos de los nobles que le encargaban obras solían pagarle. No solo porque la España del momento vivía al borde de la ruina, sino también, muy probablemente, porque era mujer. De hecho, se conservan algunas cartas escritas por ella a Carlos II y a su esposa, solicitando que al menos la tratasen como al resto de los artistas de Cámara, todos varones, y le facilitasen una vivienda, cosa que nunca sucedió.

El tiempo le reservó, cómo no, el mismo destino que a la inmensa mayoría de las artistas del pasado: el borrado de su nombre y la atribución de buena parte de su obra a su padre, a otros escultores o a ese “Anónimo” que, como nos enseñó Virginia Woolf, tantas veces fue una mujer. Solo la mirada feminista de las últimas décadas ha logrado sacarla del pozo en el que yacen decenas de pintoras y escultoras injustamente olvidadas y, para colmo, saqueadas. La exposición de Valladolid demuestra definitivamente, sin que nadie pueda ya dudarlo, el nivel excepcional de Luisa Roldán en nuestro universo artístico. Pero, mientras la disfruto, no puedo evitar preguntarme si el aleteo de los pajarracos negros no volverá a mandarnos, a ella y a todas, al mundo de las sombras.

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