He pasado la Semana Santa en casa, como tanta gente. Ni he huido de los destinos vacacionales ni he podido quedarme a descansar. No tenía más opciones que permanecer en casa poniendo algunas cosas en orden. Al vivir en una zona donde hay cada vez más estudiantes –de esa subespecie que son los que hacen un posgrado en MBA– he paseado por las calles casi desiertas mientras que mi única visita al centro ha sido incómoda, fría, húmeda, claustrofóbica. El sol ha salido a ratos para recordarnos que la oscuridad predominaba en todas partes. El miércoles ponían Ben-Hur en TVE, como siempre ha sido, y en el único bar abierto, el yonqui local farfullaba algunas elucubraciones sobre Mahoma, Buda, Jesucristo, y la madre que le parió (es decir, la Virgen María). Le digo: “Mire, mire qué bonito es Níjar”. En la pantalla, en apenas veinte minutos, Charlton Heston y un batallón de extras atravesaban el desierto de Tabernas y Colemar Viejo (para llegar a Cinecittà).
Ya en las calles más concurridas, todas las cadenas estaban abiertas porque el capital no descansa, y tampoco quiere que lo hagamos nosotros. Gente haciendo compras aspiracionales (para cuando esté más delgada, para cuando haga más deporte), meriendas aspiracionales (para que parezca que leo, para que parezca que me relajo), y aprovechando alguna rebaja más conformista que aspiracional (para adquirir algo que de todos modos tampoco necesito). Procesiones con más turistas que devotos, procesiones canceladas, procesiones accidentadas. Los bares para jóvenes extranjeros estaban llenos, y ellos bramaban por las calles. Mi amigo Julián me comenta a la salida del cine que los turistas son una plaga de ratas. “Somos”, corrige. Bajamos por calles de conventos vacíos y pisos en reforma, pisando charcos y esquivando gente. Le comento que ese bar al que vamos hace no tanto fue un bar de siniestros (siniestros de los que vestían de negro, no siniestros de accidentes, que quizás también). No quedan tribus urbanas porque la música ya importa más bien poco. El titular no es el disco que saca quién, sino quién lleva puesto qué. Comentamos dónde andan algunos de nuestros amigos periodistas que hace no tanto ganaban dignamente, e incluso como para ahorrar. Unos venden sus casas, otros se van con la familia. Gente cerca de los sesenta que ya no se podrá reciclar. Como en las parejas que van a cortar, el tema de fondo (el subtexto, que se dice en guion), no sale nunca a la palestra. Le hablo de la gente que va al bingo, y de que me gustaría trabajar allí una temporada. Una vez me tocaron dos mil euros que me cambiaron la vida. Era 28 de diciembre, y fue un milagro.
“Cuando cayó el Imperio Romano, la gente no sabía que se caía el Imperio Romano”, le digo parafraseando a Santiago Castellanos, un escritor que he descubierto hará unos dos años. La única que se dio cuenta fue Sofía Loren –si no me falla la memoria- en ese folletín histórico llamado La caída del Imperio Romano, que avanzaba a contracorriente de la turba, en la ciudad eterna, al melodramático grito de “es la caída del Imperio Romano”. Me despido de mi amigo y me compro una hamburguesa de 6,80€ que hace un par de años costaba sólo 5€. Antes llevaba media loncha de cheddar, pero ahora lleva la mitad de media loncha, y la desvían a un lado del filete para que sobresalga y parezca que hay algo de hamburguesa en el timo. Presa no sé si de la nostalgia, de la tristeza, o de una fugaz iluminación, me percibo en la estampa de un fin de fiesta de confeti mojado.
Cuando en el cine un personaje se aleja después de un día ajetreado en el que se ha peleado con unas cuantas cosas y al final no saca nada en limpio, es una película de Berlanga, o de Ferreri. Si la ciudad es bonita, a lo mejor es cine italiano. Pienso que a lo mejor las fiestas sólo tienen sentido si celebran algo (el fin de un ciclo, el comienzo de otro) o, si por lo menos, se descansa. Pero cómo vas a descansar si –como dijo Raúl Minchinela en Reflexiones de repronto– te dicen que lo importante es llegar, pero cuando llegas te instan a no dormirte en los laureles. No entiendo cómo puede ser que cuanto más avanza el mundo, más lugares a oscuras tenemos. ¿A qué tonto le dimos la llama de la civilización, que se la vendió a los morlocks por un plato de lentejas, y luego usó el palo quemado para limpiarse el culo?