Opinión

Los talibanes ante el Tribunal Penal Internacional

Ángeles Caso
Actualizado: h
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Hace treinta años, tuve el enorme placer de conocer en Barcelona a Spojmai Zaryab. Zaryab es una extraordinaria escritora afgana que ya por aquel entonces, en 1994, vivía exiliada en Francia. Ella, una de sus hijas y yo comimos juntas aquel día, antes de asistir a un acto de solidaridad con las afganas sometidas al espantoso poder de los talibanes. Recuerdo cuánto me impresionó su historia por todo el dolor de las mujeres que contenía, de infinitas mujeres del mundo pasado y presente: el inagotable sufrimiento del género femenino sometido al estúpido y cruel poder patriarcal.

Zaryab nació en una familia culta que quiso hacer de ella una mujer libre. Estudió en la universidad, inició luego su carrera como profesora de francés y como escritora, y se casó con un intelectual de mentalidad tan abierta como la suya, en un país cuyas élites se esforzaban por aquel entonces, en los años 50 y 60, en aunar la fecunda tradición cultural de origen persa con la modernidad democrática.

Pero Afganistán parece formar parte de una zona del mundo maldita, inmersa en luchas tribales ancestrales, en absurdas interpretaciones opuestas del Corán y, para colmo, sometida a las fuerzas destructoras de las diferencias potencias que, desde hace al menos siglo y medio, tratan de imponer sus garras sobre esas tierras. Los diversos frentes de guerra civil, la ocupación soviética y la intervención de Estados Unidos en todo el asunto terminaron como terminaron: con la toma del poder por parte de los talibanes en 1992 y la creación del Emirato Islámico de Afganistán.

Fue entonces cuando Spojmai Zaryab y su familia huyeron de Kabul y pidieron asilo político en Francia: el matrimonio tenía varias hijas, y no querían criarlas en una sociedad donde ser mujer significa, textualmente, vivir en un ataúd desde la cuna. En Occidente conocíamos parte de lo que estaba ocurriendo, pero algunas de las cosas que Spojmai me contó me conmovieron hasta lo más profundo, quizá porque nunca es lo mismo leer una noticia que oírle contar todo aquel espanto a alguien que lo ha sufrido en carne propia. Me explicó que las profesionales como ella habían sido expulsadas de sus trabajos, me contó que las niñas ya no podían estudiar —recuerden el caso de Malala— y que una mujer no podía salir a la calle sin que la acompañase un hombre de la familia, lo cual implicaba, entre otras muchísimas consecuencias, que un número incalculable de mujeres muriesen solas en sus casas de cualquier afección menor porque los varones de su entorno se negaban a llevarlas al hospital, o que otras muchas se suicidasen, incapaces de vivir aquel infierno. Horrores y horrores inimaginables pero tristemente reales. Un relato de terror convertido en verdad.

Desde hace tres años, las bestias talibanes están de nuevo ahí, sometiendo a la mitad de la población de Afganistán a una situación creciente de tortura. Al principio se fingieron comprensivos e hicieron bonitas afirmaciones sobre el destino de las mujeres, pero mes tras mes van estrechando aún más los mecanismos de control y asfixia del género femenino. El último edicto de su maldita sharia, aprobado hace solo dos semanas, prohíbe entre otras muchas cosas que la voz de las mujeres suene en público: encerradas, analfabetas, sometidas, tapadas, enfermas, mudas. Mujeres muertas en vida. ¿Cómo se sobrevive a eso?

Sabemos todo lo que está ocurriendo día a día en el país. Hay afganas que arriesgan la vida usando las redes sociales para informarnos, al mismo tiempo que nos piden auxilio a gritos. Pero la comunidad internacional, con la ONU al frente, parece poco interesada por el espantoso destino de todos esos millones de mujeres: como de costumbre, las tragedias que nos afectan “solamente” a nosotras parecen cosas menores, accidentes de un mundo patriarcal que a veces se pasa de frenada, pero en los que apenas ningún poder quiere emplear demasiada energía.

Lentamente, empieza a hablarse de un apartheid de género, comparando la situación con la que vivió la raza negra en Sudáfrica durante décadas. Y ha comenzado a surgir la idea de que, además de aislar y boicotear al gobierno talibán, se le debería denunciar ante el Tribunal Penal Internacional por crimen de lesa humanidad. Si esa iniciativa fuese acompañada de una sentencia condenatoria, sería la prueba definitiva, a ojos del mundo, de que “las cosas de mujeres” son cosas de la especie humana al completo.

La plataforma Más Democracia tiene en marcha una recogida de firmas para instar al gobierno español a que presente esa denuncia. Firmen, por favor, hombres y mujeres, firmen no solo por intentar ayudar a nuestras hermanas afganas y repudiar a sus torturadores, sino también para que quede claro de una vez por todas que esas mujeres son tan personas como los atroces barbudos que las gobiernan y que sus derechos son —deben ser siempre y en cada caso— igual de inamovibles.

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