Hace algunos meses, visité el museo de arte contemporáneo que más me ha fascinado en toda mi vida (y eso que conozco unos cuantos). Me refiero al Centro de Arte Hortensia Herrero (CAHH), el espacio que la mujer de Juan Roig ha inaugurado recientemente en un palacio renacentista de la ciudad de Valencia, magníficamente restaurado y adecuado para exhibir su colección privada.
Esa impresionante colección reúne numerosas obras de artistas vivos, piezas realizadas ya en este siglo XXI en el que las artes plásticas viven un momento extraordinario, en contra de lo que mucha gente cree: el arte actual está incorporando en los procesos creativos multitud de soportes tecnológicos diferentes, comunicándose así con nosotros con una intensidad poética que la creación artística no ofrecía tal vez desde hace siglos.
De entre todas las piezas de las que se puede disfrutar en el CAHH, quizá la que más me impacta es ‘The World of Irreversible Change’ (El mundo del cambio irreversible), un gran panel digital interactivo del colectivo multidisciplinar teamLab, radicado en Tokio. El panel representa una aldea japonesa medieval, en la que conviven pacíficamente labradores y samuráis. Mientras los contemplas, puedes verlos en las pantallas ocupados en sus cosas, trabajando, encontrándose unos con otros y recorriendo tranquilamente el espacio alegre de la aldea.
Pero la obra plantea un inmenso reto: una cartela explica al visitante que puede tocar a cualquiera de los personajes en movimiento que la pueblan. Eso sí, poner ahí tu dedo provocará un enfrentamiento entre un samurái y un campesino. A medida que las personas vayan depositando sus manos sobre las pantallas, la irritación de los personajes irá creciendo, convirtiéndose finalmente en furia destructiva: cuando 75.000 visitantes los hayan tocado, guerreros y labradores se enfrentarán en una guerra imparable que terminará con ellos. Desde ese momento, lo único que permanecerá de la pieza serán las ruinas de la aldea, y la selva devorándolas.
Somos humanos: lo primero que nos surge ante la obra y la posibilidad de intervenir en ella, es hacerlo. Usar nuestro poder y tocarla, aunque eso signifique la destrucción. Los visitantes con los que coincidí frente a la pieza terminamos enzarzados en un interesante debate ético. Las posturas divergían, y creo que reflejan las de otra mucha gente: para algunos, era tan solo un juego en el que querían participar. Para otros se trataba de ejercer de manera efectiva ese poder que los creadores les estaban ofreciendo, a pesar de sus terribles consecuencias. Yo, en cambio, decidí reflexionar sobre mi responsabilidad y me negué a tomar parte en la masacre, aunque solo fuese una masacre imaginaria.
La responsabilidad es un componente fundamental en la vida humana. Por eso observo con desolación este momento histórico en el que muchos han abdicado de ella. Establezco una diferencia entre ese comportamiento y la irresponsabilidad: el irresponsable, como el que toquetea la obra de labTeam por jugar, suele ignorar las consecuencias de sus actos. El que abdica de la responsabilidad es capaz de preverlas, pero actúa como si no importasen, igual que el que pone el dedo sobre el samurái a pesar de haber sido avisado de lo que va a ocurrir. Es el ejercicio voluntario de la indiferencia moral.
Dos ejemplos recientes —más allá del caso patológico de Trump y los suyos— sirven para ilustrar esa frecuente abdicación de la responsabilidad. El primero es el libro de Luisgé Martín sobre José Bretón. Creo que, en medio de su proceso creativo, el autor se equivocó: es algo que nos puede ocurrir a los escritores, que solemos cerrar el foco sobre un tema o un personaje de una manera casi compulsiva, arriesgándonos a perder de vista ciertas consideraciones importantes. Pero quienes realmente abdicaron de su responsabilidad fueron los editores, que, en lugar de rellenar con alegría su Excel de previsiones económicas, hubieran debido reflexionar sobre las consecuencias de publicar una obra así. (Por cierto, si una de las editoriales intelectualmente más prestigiosas de España es capaz de actuar de este modo, deberíamos preguntarnos qué está sucediendo en la industria del libro.)
El segundo es el caso de la dana de Valencia. Que los “responsables” de la Generalitat Valenciana fueron irresponsables el día 29 de octubre es algo que ya sabíamos. Ahora, tras la comparecencia ante la jueza de la exconsellera de Interior, queda claro además que en ese Govern impera la abdicación de la responsabilidad: no es solo que el President no dimita o que todos intenten echar las culpas a otros, es que Salomé Pradas ha tenido la desfachatez de intentar defenderse asegurando que ella no sabía nada de emergencias, ignorancia que no le impidió aceptar un cargo para el que no estaba preparada y que podía generar consecuencias catastróficas.
Dada la naturalidad con la que lo ha confesado, supongo que en su entorno semejante comportamiento es normal. Seguro que sí: conocemos a muchas personas así, a demasiadas. Son los que les echan la zarpa a los personajes de “The World of Irreversible Change” en el Centro de Hortensia Herrero, y luego corren a lavarse las manos mientras la guerra destruye ese mundo antes pacífico.