Opinión

Los no-estilismos de una mujer

Ángeles Caso
Actualizado: h
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Quizás algunos de ustedes recuerden la película La Duquesa, que protagonizó en 2008 una maravillosa Keira Knightley bajo la dirección de Saul Dibb. En el film se cuenta la historia de Georgiana Cavendish, duquesa de Devonshire, una lejana antepasada de Diana de Gales que fue una conocidísima socialite en la Inglaterra de finales del siglo XVIII.

Georgiana es una figura muy interesante, una mujer encantadora e inteligente, pero sometida a las crueles limitaciones impuestas en aquel tiempo al género femenino. Culta, autora anónima de poemas y novelas, amante de las ciencias, activista política a favor del partido whig, de haber sido un hombre, seguramente habría ocupado un lugar relevante en el movimiento de la Ilustración inglesa. Pero solo era una mujer, y su único papel en la vida debía ser el de darle un heredero a su marido, el taciturno y abusivo duque de Devonshire, además de exhibir su belleza en los salones para honrar a su linaje.

Como tantas y tantas damas de las clases privilegiadas a lo largo del tiempo, la duquesa de Devonshire fue víctima de la presión que se cernía sobre ella: por un lado su inteligencia, su sensibilidad, su curiosidad; por otro, la exigencia de ser un hermoso florero y al mismo tiempo un vientre fértil. Durante la mayor parte de su vida fue admirada por su aspecto, su elegancia, su talento para la danza y sus exquisitos modales y criticada en cambio por sus intereses políticos e intelectuales.

En una escena de la película —la cito de memoria— su marido la regaña por lo mucho que se preocupa por sus vestidos y sus peinados. Georgina/Keira Knigthley intenta hacerle comprender que si las mujeres ponen tanto interés en esos aspectos superficiales de sus vidas, es porque los hombres les impiden dedicarse a otros asuntos mucho más importantes. Una especie de triste consuelo ante la frustración.

Siempre he pensado que esa frase resume magistralmente la realidad que tuvieron que vivir millones de mujeres de las élites a lo largo del tiempo (digo de las élites porque todas las demás no podían permitirse tanta sutileza): si la sociedad patriarcal no te autoriza a formar parte de ninguna actividad interesante, si no puedes leer, escribir, estudiar, crear, pensar por tu cuenta, investigar, dedicarte a la política o las ciencias, interactuar de una manera relevante con la sociedad, si lo único que cuenta de ti misma es tu físico, además de tu fertilidad, hay muchas probabilidades de que acabes rindiéndote y centres todas tus neuronas en tu aspecto, tu peinado, tu ropa y tu maquillaje.

Lo curioso es que vivimos un tiempo en el que las mujeres del mundo occidental, afortunadamente, podemos hacer con nuestra vida lo que queramos y, sin embargo, todas esas banalidades siguen teniendo una trascendencia social desmesurada. La libertad que al fin hemos conquistado para nuestras mentes y nuestras vidas no nos ha evitado seguir siendo esclavas de la tiranía del aspecto físico.

No quiero decir que tengamos que convertirnos en unas desastradas —o sí, si eso es lo que queremos—, pero cuando veo a mujeres a las que creo inteligentes someterse a intervenciones estéticas para mejorar rasgos que no lo necesitan o seguir aparentando una juventud que ya han perdido, me doy cuenta de lo profundamente afectadas que estamos por todo el daño que le hicieron a nuestro cerebro durante miles de años. Lo más triste es que ese espejo de la sociedad que son las redes y los medios de comunicación, en especial las televisiones, no hacen más que agrandarlo. Pienso en las horas y horas dedicadas, por ejemplo, a analizar los estilismos de la reina Letizia, como si el vestido o el peinado que lleva fueran lo único destacable de su figura.

Me he acordado de la duquesa de Devonshire —y de la reina Letizia— al ver ayer en este periódico la noticia de que la actual princesa de Gales, casada con un descendiente de la brillante Georgiana, dejará de informar sobre las marcas que viste, en una estrategia pensada para centrar el interés del público en sus acciones y no en su aspecto que, por lo demás, suele ser magnífico, porque Kate Middleton es una mujer preciosa y elegante.

Me parece un gesto muy significativo. Sospecho que su reciente enfermedad pueda haberla llevado a hacer una reflexión profunda sobre cuáles son las cosas realmente importantes de la vida y, de paso, sobre cómo quiere aparecer ante el mundo. Imagino que estará harta de que se cotillee sobre si le sienta mejor el rojo o el azul, el corte alto o el talle bajo y demás tonterías habituales. No creo que ni ella ni nadie de su equipo lo hayan tenido presente, pero esa decisión reivindica a su vieja y brillante antepasada, y a todas las que alguna vez tuvieron que padecer, impotentes, que mutilasen su inteligencia. Y espero, sinceramente, que dé mucho que hablar, que pensar y que imitar. Eso sí, y no sus estilismos.