Últimamente hay temas que no sé si me gustan o me disgustan. No es por falta de criterio, más bien necesito que algunas cosas reposen. Por eso, no acierto a responder de inmediato cuando me preguntan por una serie, un libro o una canción de moda. La gente quiere un juicio rápido y me resisto a ello. Para ganar tiempo digo que lo que sea me ha parecido “un tanto perturbador” y resuelvo. He dado con ese término para englobar todas mis sensaciones. Es algo pedante, pero satisface. Temo estos periodos de sequía en los que absorbo lo que me echen y, al final, todo se revuelve de un modo extraño.
Cuando llevo así un tiempo debo regresar al teatro. Obviamente, en este terreno, también he dado con representaciones raras o tediosas. Pero reconozco que hasta en esas ocasiones, una vez digeridas, descubro cierta belleza.
Es lo que ocurre cuando se oscurece la sala y llega el silencio. Me cautiva la magia del foco barriendo el escenario y la nube de motas de polvo en suspensión que se eleva a su paso. Entonces, me arrellano en la butaca y me dispongo, por fin, a desconectar de la realidad. Me concentro en esos diálogos que me envuelven y adentran en otra bien distinta. El teatro es una vía de escape. Sirve para reír, llorar y reflexionar. ¿Cuántas veces hemos salido de la función comentando el argumento y buscándole más de un significado? Nos permite contemplar, interpretar y comprender.
Desde que fui a ver Una noche sin luna no he dado con nada que me entusiasme tanto. Fue espectacular. Así que repetí tres veces y, si Juan Diego Botto volviera a escena, ahí estaría yo en bucle sin ningún problema. Confío en que algún día lo haga, pero hasta entonces de algo me tengo que alimentar. Además, uno se puede pasar la vida comparando y hay que disfrutar de la gran oferta que tenemos.
Así que este año lo he arrancado con Travy, un homenaje a la familia Pla-Solina. Es una pieza dinámica y diferente en la que se refleja el desencuentro entre artistas que pertenecen a dos corrientes teatrales. Por un lado, están los padres que representan al clan de los payasos y el folklore popular. Por otro, los hijos con sus ensayos experimentales. Ambos se confunden en este espectáculo del que sales con buen sabor de boca. Y no lo digo porque aparezca Quimet Pla haciendo una tortilla francesa mientras recita el monólogo de Hamlet de William Shakespeare. Hay muchos otros fragmentos destacables de esta propuesta surrealista en la que nadie se queda sin ser protagonista.
El creador de esta historia es Oriol Pla, al que conocí en Yo, adicto. En él reconozco rasgos de ese personaje histriónico que interpretó y otros nuevos que hay que aplaudirle (más de tres veces y de pie) porque termina comiéndose al público de un bocado con un giro inesperado que no desvelaremos, pero que le da sentido a todo. Pla conoce bien la artesanía de su oficio y cuenta que su obra es “una mirada tierna, punzante y divertida sobre los miedos y las virtudes que nos hacen ser quienes somos”.
Al final, se trata de pasar un rato entretenido y, a ser posible, que nos enriquezca. Y estos juglares modernos nos embelesan. Esa es la palabra que ellos emplean para definirse y con la que se sienten identificados. En la RAE recuerdan que, en la Edad Media, se ganaban la vida interpretando música, recitando poemas y haciendo acrobacias. Actuaban en la plaza del mercado. Ahora nos siguen enterneciendo y sorprendiendo de la misma forma entre telones.
“El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la educación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su desmayo. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad del pueblo; y un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar y adormecer a una nación entera”, decía Federico García Lorca.
En una de sus charlas sentenciaba que “un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo; como un teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu (…) Ese no tiene derecho a llamarse teatro sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama matar el tiempo”.
Lo leyó en el Teatro Español de Madrid el 1 de febrero de 1935 después de una representación especial de Yerma. El texto se publicó al día siguiente en El Heraldo de Madrid. Sigue igual de vigente.