Fue el 24 de agosto de 1944. El pasado sábado se cumplieron ochenta años: las tropas del Ejército Francés de Liberación entraban al anochecer de ese día en un París en el que la Resistencia interior ya había logrado provocar una insurrección general. Apenas catorce horas después, a primera hora de la tarde del 25, los alemanes se rendían tras cuatro años de ocupación. Francia recuperaba no solo su libertad, sino también su orgullo, destruido durante tanto tiempo por los nazis, los colaboracionistas y los tibios.
Al día siguiente, el general de Gaulle, el militar heroico que jamás aceptó el armisticio con la Alemania de Hitler, recorría entre una multitud entusiasta los Campos Elíseos. Sorprendentemente, algunos de los carros de combate que le acompañaban portaban nombres significativos que recordaban importantes batallas de nuestra Guerra Civil: “Ebro”, “Guadalajara”, “Belchite”, “Guernica”. En torno al general, un grupo de españoles, luciendo la enseña tricolor de la República derrotada en sus uniformes franceses, encabezaba el desfile y le servía de escolta.
Eran los hombres de La Nueve. Así se conocía, en castellano, a la 9ª compañía del regimiento de marcha del Chad, enmarcada en la 2ª división blindada del general Leclerc. La compañía estaba formada por ciento sesenta soldados, de los que ciento cuarenta y seis eran compatriotas nuestros, antiguos combatientes de aquel horrible conflicto que sirvió de preludio y ensayo armamentístico —al menos para Hitler y Mussolini— de la II Guerra Mundial.
De Gaulle los eligió para que lo acompañasen en su recorrido triunfal porque ellos habían sido dos días antes los primeros soldados de los ejércitos aliados que lograron entrar en París. Los españoles de La Nueve eran un grupo impresionante de jóvenes comprometidos en la lucha contra el fascismo. Huyendo del franquismo primero y de los nazis y el régimen de Vichy después, se habían ido congregando desde 1940 en el norte de África, en torno al líder de la Francia Libre. Habían desembarcado en Normandía desde Gran Bretaña a finales de julio, dirigiéndose después hacia París en medio de combates sin tregua contra los alemanes. Hacia las 8 de la tarde del 24 de agosto de 1944, los hombres de La Nueve, con sus carros de nombres españoles, entraron en París por la Puerta de Italia. Poco antes de las 9 y media, ya se habían abierto paso hasta el Ayuntamiento, mientras disparaban contra las ametralladoras de los nazis.
Los dirigía el teniente Amado Granell, un antiguo oficial del ejército republicano nacido en Burriana, en la provincia de Castellón. Nuestros conciudadanos fueron los primeros soldados “franceses” en recorrer las calles de la ciudad, hacer frente a los alemanes y entrar en el Ayuntamiento parisino, justo unos minutos antes de que todas las campanas de las iglesias comenzasen a sonar con júbilo.
Tras su papel protagonista en la liberación de París y durante un año más, mientras avanzaban hacia Alemania, los españoles de La Nueve siguieron demostrando su valentía. En septiembre de 1945, cuando todo terminó, habían muerto treinta y cinco hombres de la compañía. La mayor parte del resto había sufrido heridas de diversa gravedad. Se habían pasado casi diez años seguidos en guerra, primero en España, luego en Europa, combatiendo infatigablemente el fascismo. Habían sufrido y peleado y arriesgado sus vidas y arrebatado la existencia a otros, sin rendirse nunca, con la idea de que acabar con Hitler y Mussolini significaría también el final de Franco. Pero entonces, mientras el mundo occidental celebraba la victoria de la que ellos habían formado parte activa, les tocó aceptar la gran derrota de su causa: su lucha incesante tuvo consecuencias en todo el continente salvo precisamente aquí, en su patria, a la que la mayor parte de ellos no lograría volver hasta después de la muerte de Franco.
Los héroes españoles de La Nueve recibieron después de la guerra infinidad de medallas por sus hazañas, pero fueron rápidamente borrados del relato de los hechos: eran testigos incómodos de una doble verdad, la de que París no fue liberado solamente por combatientes franceses —como quiso contar la Francia de posguerra, que trató de negar el papel mayoritario de sus ciudadanos durante la ocupación— y la de que las democracias liberales, ante la nueva realidad geopolítica, se hicieron las tontas frente a la dictadura franquista, aunque lo disimulasen.
Solo en los últimos veinte años sus nombres y sus acciones han recibido el reconocimiento que merecían, especialmente en Francia. De aquel grupo mítico ya no queda nadie vivo: en 2020 murió en Estrasburgo, a los 99 años, el último superviviente, el almeriense Rafael Gómez Nieto. Pero París, al conmemorar sus hazañas de hace ochenta años, ha vuelto a acordarse de ellos. Aquí, que yo sepa, no se ha celebrado nada: la memoria de quienes defendieron la República no suscita la simpatía general, ni siquiera la de esos hombres de vidas tan conmovedoras. No sé, igual es que España, en ciertos sentidos, sigue siendo tristemente diferente.