Los sistemas democráticos suelen intentar prever muchos escenarios, pero siempre hay algo inesperado, algo sobrevenido, que puede hacer que sufran sus costuras. Para hacer frente a esos problemas existen unos códigos no escritos de “honor y ejemplaridad” como los denominaba el otro día en una entrevista con Carlos Alsina en Onda Cero el fiscal del Tribunal Supremo, Salvador Viada. Y esos códigos son los que no está siguiendo el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. En España las leyes no habían contemplado que el máximo responsable de la Fiscalía pudiera ser investigado, pero esos códigos no escritos obligarían al fiscal general a dimitir, más que nada, porque el cuerpo que él preside es un cuerpo jerárquico y él manda sobre los fiscales que formarán parte de su propia investigación. Porque, sí, el fiscal va a ser investigado, por mucho que él mismo y quienes le apoyan aseguren que no está ni imputado ni investigado. La decisión ha sido tomada además por unanimidad por una sala compuesta por magistrados de distintas sensibilidades. La explicación es simple: el Supremo no abre un procedimiento contra García Ortiz porque sí, ni de manera automática sino porque, dice textualmente el auto de la Sala Segunda, “existen indicios sólidos de responsabilidad” contra él y porque su actuación podría haber socavado el derecho a la defensa del acusado, González Amador.
El problema en este tema no es que se haya intentado desmentir un bulo, como sostienen la propia Fiscalía y el Gobierno, sino que se ha utilizado el puesto de fiscal general para hacer política, para perjudicar a Isabel Díaz Ayuso. Y no se trata de defender a Alberto González Amador, sino de destacar que, como cualquier ciudadano en España, tiene derecho a un proceso justo.
Desde Bruselas, Pedro Sánchez respaldó a García Ortiz, y volvió a pedir la dimisión de Isabel Díaz Ayuso por haberse beneficiado del enriquecimiento de su pareja, González Amador, “un delincuente confeso”, decía. El presidente, que tanto quiere luchar contra los bulos y el fango, daba por hecho la condición de delincuente del novio de la presidenta, antes incluso de que haya sido juzgado, pero nadie es un delincuente hasta que no haya una sentencia firme que lo diga. Eso sí, Díaz Ayuso no se había quedado atrás y esa misma mañana, en la Asamblea de Madrid, acusó a la Fiscalía y al Gobierno de utilizar prácticas mafiosas en su contra. Así las cosas, no es extraño, aunque a mi juicio sí es erróneo, que Ayuso haya rechazado acudir este viernes a Moncloa porque si hubiera ido, la reunión entre ambos en Moncloa se hubiera parecido más a un combate de la UFC, que a una protocolaria reunión entre el presidente del Gobierno y la presidenta de la Comunidad de Madrid.
La relación entre ambos dirigentes cada vez está más deteriorada, y recuerda, en cierto modo, a la que tenían Winston Churchill y Lady Astor. Ella era la primera mujer que ocupó un escaño en el parlamento británico y era proverbial su mala relación con el que sería primer ministro. En cierta ocasión, ella le espetó: “Si yo fuera su mujer, le echaría veneno en el café”. A lo que él contestó: “Y si yo fuera su marido, me lo bebería”.
Los códigos no escritos del sistema democrático, llevarían también a no utilizar las instituciones del estado para interés propio. Y eso es lo que ha hecho Pedro Sánchez al obligar a la abogacía del estado a presentar una querella por prevaricación contra el juez Peinado por haberle llamado a declarar como testigo en el caso que investiga los supuestos delitos cometidos por su mujer, Begoña Gómez. El Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha rechazado admitir a trámite esa querella y ha recordado que, citar a un presidente de manera presencial como testigo no es nada inusual, y no supone atacar al Gobierno.
El Ejecutivo, lejos de asumir, las decisiones judiciales, atribuye a los jueces ultras todo lo que vaya en su contra y lo que hay que preguntarse entonces es: ¿los jueces que instruyen los casos que van contra el PP hacen bien su trabajo, y los que instruyen casos que conciernen al PSOE, aplican el lawfare? La acusación no se sostiene. Dejemos pues trabajar a los jueces que, aunque la justicia es lenta, funciona en la mayoría de los casos y, si no, que se lo digan a Eduardo Zaplana, que acaba de ser condenado a diez años de prisión por recibir mordidas cuando era presidente de la Generalitat Valenciana. Y es que, como decía el poeta Horacio: “La justicia, aunque anda cojeando, rara vez deja de alcanzar al criminal en su carrera”.