Opinión

Lo que ya no será

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Había un restaurante cerca de casa al que mi padre quería ir siempre que teníamos algo que celebrar. Y no me refiero al clásico cumpleaños o a una comida familiar en Navidades. No, a él le gustaba festejar otro tipo de cosas. Puede que ínfimas o absurdas para otros, pero repletas de significado a su lado.

Así, si yo aprobaba una asignatura muy complicada, allá que íbamos a darnos un homenaje. Si empezaba a hacer prácticas en una redacción, había banquete y hasta aplausos. Lo que logró con ello fue que registrara todos aquellos instantes como auténticos momentos de felicidad. También que el arroz caldero que nos tomábamos no me haya vuelto a saber igual.

Tanto fuimos que contábamos con una mesa reservada a nuestro nombre. Por supuesto, los dueños nos conocían y los camareros nos saludaban con cariño. Yo crecí allí. Llegué de niña y luego llevé a mis hijos. También a él cuando miraba, aunque ya no reconocía nada. Al final, heredé su sistema y traté de poner en práctica lo que me había enseñado: convertir en entrañables determinadas situaciones. Hasta algunas que no eran agradables, sino más bien difíciles. Era todo un reto darles la vuelta.

Ese fue mi propósito hasta que un día nos cerraron el local. Cada vez iba menos gente y el confinamiento lo remató. Todavía paso por delante y se me desgarra algo por dentro, al ser consciente de mi orfandad. Ya no queda nada de aquella etapa. Sé que lo que sucedió no es algo tan extraño. Seguro que a todos nos han borrado algún rincón simbólico, de esos que tenemos asociados a la infancia o a sabores, olores y risas.

Hubo una temporada en la que en Madrid desaparecieron varios sitios emblemáticos. Es el caso de la cafetería Santander, en Alonso Martínez, que llevaba funcionando desde 1967. Los dueños pusieron en la puerta una nota en la que pedían “encarecidamente disculpas” por si en algún momento habían dejado de hacer “algo por alguien”. Me pareció precioso que se despidieran destilando tal amabilidad.

También el Café Comercial, de la glorieta de Bilbao, tenía más de un siglo cuando se comunicó el cese del negocio. Se montó un improvisado tablón para el adiós y se llenó con post-it en forma de corazón.

En los dos hubo reforma y se reabrieron modernos. Seguro que tienen su tirón turístico, pero para mí perdieron su esencia como le ocurrió al Palentino tras fallecer Casto Herrezuelo. Aquel bar de Malasaña ya no fue el mismo sin mis compañeros de facultad, sin los empujones, sin los botellines y sin los pepitos de ternera.

A algunos se les da una segunda oportunidad y los hay sin suerte. El mío, desde luego, no renacerá. Muchos han visto cómo se acumulaba la mugre en su puerta de entrada o cómo se les sustituía por un banco, una panadería o una frutería. Habrá personas que construyan su vida alrededor de ese espacio, mientras la mía, con cada ausencia, se difumina.

La bodega del barrio, donde quedaba con la pandilla, ahora es un buffet chino. La churrería de la esquina, donde conocí los detalles de mi último contrato, se fue a pique. Aquella tasca que había en la esquina de Goya con Alcalá, con sus gambas de aperitivo y el periódico en la barra, se ha convertido en una tienda de móviles.

El otro día me saltó el tuit de un amigo destacando que la confitería Las Violetas, en Buenos Aires, acababa de cumplir 140 años. A su juicio, era un acierto del país mantenerla porque se había convertido en una de sus señas de identidad.

Son excepciones. Es falso eso de que hay objetos y lugares eternos. Mejor no aferrarse y pensar que la curiosidad por lo nuevo puede ser la mejor terapia para combatir la melancolía. Al fin y al cabo, es preferible que eche la persiana una cervecería a tener que regresar a ella sin la persona que quieres. Como canta Joaquín Sabina: “Al lugar donde has sido feliz/no debieras tratar de volver”.

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