Se atribuye al filósofo George Steiner la máxima de “lo que no se nombra, no existe”. Sea o no cierta su autoría, lo que es indiscutible es la veracidad de la frase, y más viendo la pasiva y casi silenciosa actitud del Gobierno en estos días. El pasado jueves Puigdemont reapareció en Barcelona con todo el circo que sólo es capaz de desplegar un personaje como él. De hecho, según el secretario general de Junts, Jordi Turull, el prófugo llevaba dos días en Barcelona, y él mismo le acompañó a la frontera con Francia para despedirse, pero nadie fue capaz de localizarlo y detenerlo. Puigdemont se permitió incluso el lujo de dar un mitin, un acto autorizado por el Ayuntamiento socialista de Barcelona. Ni los Mossos, ni la Policía Nacional, ni el CNI, supieron cómo vino, dónde estuvo y cómo se fugó de nuevo, pero el hecho es que lo hizo, y con ayuda además de miembros de la policía autonómica.
No es la primera vez que alguien buscado por la Justicia se escapa de la manera más rocambolesca: el que fuera director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, huyó a Laos ayudado por el espía-comisionista Francisco Paesa, que después colaboró en su captura y se llevó otra buena cantidad de dinero del estado español. También huyó, esta vez de la Audiencia Nacional, el empresario José María Ruiz Mateos, disfrazado con una gabardina, unas gafas de sol y una peluca. Meses después fue detenido en Fráncfort, y, en uno de sus juicios posteriores, llegó a decirle al juez que “acertar todas en el Waku Waku y fugarse de la Audiencia nacional” era “lo más difícil que había hecho en la vida”.
En este episodio hay varias cosas escandalosas: para empezar, el ridículo que España ha hecho a nivel internacional por no ser capaz de hacer cumplir sus propias leyes. De hecho, el magistrado del Supremo, Pablo Llarena, quien había dictado la orden de detención contra el ex-president, ha pedido explicaciones al Ministerio del Interior y a la Consellería de Interior de la Generalitat sobre el operativo que montaron para detener al prófugo, apuntando así la posible responsabilidad de ambas administraciones, sí, de ambas, en la chapuza de la operación montada para detener a Puigdemont.
Escandaloso también es el silencio del Gobierno sobre el hecho en cuestión. Ni el presidente, ni ninguno de sus ministros, algunos tan locuaces en otras ocasiones, tuvieron a bien pronunciarse sobre el tema espectáculo del día. Sólo Pedro Sánchez puso un mensaje en la red social X, pero para felicitar a Illa. Y ya. Si no se hablaba del bochornoso espectáculo, era como si no existiera porque, claro, tampoco era cuestión de apretarle mucho las tuercas a Junts cuando se está a las puertas de presentar los presupuestos del Estado, sabiendo que esos siete votos son necesarios para que salgan adelante. Era mejor dejar a quien desde el Ejecutivo llaman “presidente en el exilio” que hiciera su número y, a otra cosa. El ministro de Presidencia y Justicia, Félix Bolaños, que hace unos días publicó un vídeo en las redes sobre el corte de pelo que se había hecho, sólo tuvo a bien pronunciarse sobre el tema veinticuatro horas después, y porque había ido a París a ver a nuestros Olímpicos. ¿Cuál fue su explicación? Que eso era cosa de los Mossos, y que lo importante es que Illa era presidente.
Lo que no se nombra, no existe y, en caso de que se descubra algo escandaloso, siempre quedará tirar del cinismo del que hacía gala el inspector Renault en Casablanca, el personaje interpretado por Claude Rains. Todas las noches jugaba en el casino clandestino del Café de Rick, pero, un día, a instancias de los alemanes, le tocó hacer allí una redada y entonces exclamó: “Qué escándalo, aquí se juega”. Qué escándalo, Puigdemont se ha fugado.