Estoy triste y confusa. Todavía en shock, igual que muchísimas mujeres de este país, muchísimas feministas, muchísimos hombres deseosos de abandonar una manera de ser varón que les resulta ya apestosa y muchísimos votantes de izquierdas: la crisis generada por el asunto Errejón es tan transversal como lo es el comportamiento machista. Me gustaría no contribuir más al ruido del momento, en medio del cual apenas podemos escuchar ya nada. Quisiera quedarme en silencio un rato, reflexionando y preguntándome y aprendiendo algo antes de hablar, pero, como articulista, debo asumir mi responsabilidad con ustedes, así que lo intentaré.
¿Recuerdan el cuento de la princesa y el sapo? La preciosa princesita besa al sapo y este se convierte en un adorable Príncipe y bla bla bla. Una de las cosas más decepcionantes en la vida de las mujeres es que la realidad a menudo es exactamente al revés: resulta que besamos al Príncipe y, en cuanto le hemos besado, se convierte en un sapo asqueroso.
El Príncipe está en el centro mismo del sistema patriarcal. Es el que desde hace milenios ha tenido el poder, el prestigio y el dinero, sea este poco o mucho. El que decide sobre la vida de los seres inferiores a él, entre los que se cuenta el género femenino en su totalidad, el que usa a las mujeres a su antojo, y no solo como contenedor forzoso de sus fantasías sexuales de dominación y de su violencia cuando está cabreado.
¿Lo reconocen? Casi todas hemos tenido al menos a un Príncipe en nuestras vidas, cuando no a varios, y no me refiero únicamente a novios o maridos. Los Príncipes andan siempre por ahí cerca, pavoneándose con su traje bordado y la corona encima de la cabeza, exhibiendo una sonrisa reluciente y una mirada intensa para seducirnos. Y es verdad que lo consiguen con frecuencia, no solo porque suelen engañar muy bien, sino porque todos los sistemas sociales en los que vivimos, los públicos y los privados, responden a la construcción patriarcal y tienden consciente o inconscientemente a auparles al trono y sostenerlos allí, amplificando su voz, encendiendo el foco adecuado sobre ellos y ocupándose de mantener en la sombra las pruebas de su metamorfosis en batracio.
Hasta hace poquísimo, cuando nos dábamos cuenta de que el Príncipe era un sapo, era ya demasiado tarde. Los muros patriarcales se habían cerrado a nuestro alrededor y no nos quedaba más remedio que quedarnos ahí dentro, condenadas al silencio. Acabamos de tener la prueba de cómo han cambiado las cosas. Pero ese cambio no se ha producido de manera milagrosa. Es el resultado del esfuerzo de muchas y muchas mujeres a lo largo de los siglos, la consecuencia de la lucha de generaciones y generaciones femeninas y feministas —antes incluso de que existiese el término— para acabar con el sistema y concedernos a nosotras mismas lo que siempre hemos merecido.
Ese combate continuo, a menudo realizado de modo individual o en organizaciones muy pequeñas y sin medios, no ha parado de encontrar dificultades, porque el patriarcado es por el contrario una antiquísima macroestructura, muy poderosa, muy bien articulada, profundamente implantada en las mentes de todos y en las estructuras más pequeñas en torno a las cuales aún se configuran nuestras vidas.
En este momento, hemos vivido un tropiezo más: hemos descubierto que teníamos al Príncipe-sapo infiltrado entre nosotras, y hemos tardado un tiempo en desenmascararlo. Pero lo hemos hecho, y la organización política en la que había levantado su trono ha reaccionado con firmeza una vez descubierto y ha pedido perdón por el error. No es el primer infiltrado ni será el último: esta solo ha sido una de las infinitas trampas que el patriarcado nos tiende continuamente.
No podemos dejarnos arrasar por el disgusto: desanimarnos a causa de un sapo disfrazado para poder utilizarnos a su mayor gloria sería volver a otorgarle el papel de Príncipe que justamente le estamos negando, permitir que un hombre que nos ha engañado se adueñe de nuevo de nuestras vidas. Tenemos además razones para sentirnos contentas por lo que está ocurriendo, aunque ahora mismo nos cueste mucho verlas: hace tan solo veinte años, Nevenka Fernández estuvo sola, mientras que hoy la reacción ha sido colectiva e inmediata.
Deberíamos estar orgullosas de lo que hemos logrado, pero también organizarnos para evitar que las múltiples trampas que se están tendiendo en torno al asunto vuelvan a atraparnos: cuidado con que nos usen para llevar a cabo venganzas, linchamientos y utilizaciones partidistas de la crisis. Y ojo también con tantas reacciones aparentemente bienintencionadas, porque estoy segura de que hay mucho batracio por ahí que solo intenta aprovecharse de esto para desactivarnos.
Respiremos hondo, recuperémonos del golpe, reflexionemos y sigamos adelante. Ya hemos empezado a derribar el trono del Príncipe. Lo que necesitamos en este momento es un feminismo más grande y más unido, por encima de cualquier sigla, para lograr que ese trono acabe definitivamente en el suelo.