Me alegro de que la selección española ganase la Eurocopa. Como todo el mundo, he seguido los partidos con emoción, he aplaudido a esos jugadores brillantes y he celebrado sus éxitos. Me lo he pasado bien y me he sentido por unos momentos parte de un colectivo más grande que yo misma, que podemos llamar país, nación, patria o sociedad española, lo que queramos. Todo eso ya es mucho, por supuesto, y es genial haberlo vivido.
Ahora bien, a partir de ahí, lo demás me parece excesivo. Los análisis interminables, la glorificación exagerada, la creencia mágica en la idea de que un torneo nos convierte realmente en los mejores de Europa en todos los sentidos, me resultan alarmantes. ¿Qué está ocurriendo con el fútbol estas últimas décadas? Todavía ayer, sin ir más lejos, el Real Madrid organizó un acto para darle la bienvenida a Mbappé que parecía más la adoración de un dios por parte de sus adeptos que otra cosa. Por muy bien que me caiga ese futbolista —que me parece un hombre inteligente y comprometido, además de gran jugador—, nada justifica semejante veneración a un ser humano, creo.
El problema del fútbol radica justamente en la consideración social que le hemos otorgado entre todos: es un deporte fantástico, pero solo un deporte, un entretenimiento estupendo, una diversión que llega a ser apasionante y que puede hacernos vivir momentos de entusiasmo colectivo. Eso alcanzo a comprenderlo y hasta a aplaudirlo. Lo que me niego a aplaudir es que se convierta en una religión, y mucho menos en una religión que produce fanáticos.
Las aclamaciones de “héroes”, “hazañas” y “victoria histórica” respecto a nuestra selección, oídas y leídas una y otra vez en boca de comentaristas entregados, me parecen no solo excesivas, sino incluso un poco vergonzantes. ¿Los héroes de la sociedad contemporánea son unas personas con buenas capacidades físicas y cierta clase de talento natural que practican bien un juego y, a cambio, ganan auténticas fortunas? ¿Las hazañas consisten en meter un balón entre unos palos más veces que el rival? ¿De verdad? Si eso refleja lo que realmente somos, los principios sobre los que nos sustentamos, los valores en lo que se basan nuestras vidas, las aspiraciones que nos mueven, algo grave nos está ocurriendo.
Toda esa épica en torno a un juego convertido en religión por muchos revela, me parece, grandes carencias sociales e individuales. Tanta trascendencia otorgada a algo que no la posee, apunta a frustraciones de las que tal vez solo conseguimos librarnos creyendo que, por unos instantes, compartimos la corona de laurel con alguien que nos hace sentir una chispa de la anhelada y esquiva gloria. Pero lo cierto es que, aunque nuestro equipo venza en la gran final y nuestra selección logre alzar la copa, el mundo sigue siendo igual que era, y nuestras vidas continúan en el mismo lugar, más allá de la alegría momentánea. Y, en el caso de perder, ocurre exactamente lo mismo.
Lo malo del fútbol no es el fútbol en sí mismo, sino toda esa condición de desmesura y fanatismo que lo acompaña. La manera como los futbolistas son venerados, a pesar de su testaruda tendencia a demostrar que, más allá de sus capacidades físicas, no son modelos de casi nada. La violencia que a menudo se desarrolla a su alrededor. El asqueroso racismo que muchas veces se expresa en las gradas, y que espero que contribuyan a disminuir los dos grandes jugadores de esta selección ganadora que portan apellidos y colores de piel diferentes de los habituales. El machismo presente de manera implícita y a veces también explícita en sus organizaciones y su funcionamiento. La manera como los clubs de fútbol, las instituciones que los organizan y muchas de las personas que forman parte de ese mundo parecen estar al margen de las leyes que nos afectan a todos los demás, como auténticos caudillos que no responden ante nadie y a quienes las masas apoyan y aclaman como si la vida les fuera en ello.
Lo peor del fútbol son las horas y horas y más horas que dedicamos a hablar de él, en los bares, en las casas, en los medios de comunicación. Neuronas infinitas consagradas a analizar, diseccionar, criticar o ensalzar cada uno de los pequeños movimientos que se producen en su universo, en lugar de aplicarlas a cosas que seguramente serían mucho más valiosas para todos. Qué lástima toda esa inteligencia, esfuerzo y tiempo perdidos en algo que no debería ser nada más que un deporte, un entretenimiento, un espectáculo —que ya es suficiente—, sin más consecuencias. Por mucha alegría que nos dé ganar un campeonato.