Mis amigas son todas mujeres que se consideran a sí mismas, como se empezó a decir ya en los 60 y se sigue haciendo, “liberadas”. Es decir, tienen estudios (universitarias todas), carrera profesional y una familia con la que han compaginado todo lo anterior. Cada una tiene sus matices, políticamente hablando. Pero su “liberalización” incluye algo muy importante: no son esclavas de ninguna ideología. Quiero decir, plantean, escuchan e, incluso, cambian de opinión a veces. Un tema que salió a colación el otro día en el aperitivo fue por qué las mujeres no se parecían más a los hombres en sus carreras profesionales si estaban igual o mejor formadas que ellos. Lo ponía sobre la mesa una de ellas, con una hija dotadísima para las ciencias, pero que al final había decidido cursar “Trabajo Social” en vez de una ingeniería, para frustración de sus padres.
Madre mía, el tema de los temas. Una cuestión que mi amiga Susan Pinker desarrolló en un libro imprescindible que se publicó en 2009: “La paradoja sexual. De mujeres, hombres y de la verdadera frontera de género”. Y que le causó, por cierto, infinidad de problemas. Hasta el punto de que tuvo que cerrar su blog, muy activo y documentado. Sufrió ataques de lo más feo. Todo por atreverse a analizar las diferencias biológicas entre los cerebros masculinos y femeninos y sus disparidades en cuanto al aprendizaje y el desarrollo. Y a los problemas de cada uno. De eso hace más de 10 años. Pero no me atrevería a decir que ahora lo tendría más fácil.
Susan trabajó como psicóloga clínica durante años. Por su consulta pasaban chicos con problemas de dislexia, autismo y, rara vez, alguna chica. Al cabo de unos años quiso hacer un seguimiento. Y les pregunté a mis amigas que iban sorbiendo el vermú: ¿qué pensáis que había sido de ellos? Ninguna se atrevió a lanzar una respuesta. Pues veréis, Susan constató que muchos de esos chicos con problemas habían conseguido desarrollar sus capacidades en sectores como las matemáticas, la programación, etc. También muchos habían alcanzado el éxito profesional y estaban ganando dinero. Mientras tanto, las brillantes y aplicadas niñas, con su dominio del lenguaje, que se expresaban con más fluidez que sus compañeros y sacaban mejores notas en el colegio y en el instituto, no estaban ocupando puestos de los considerados de poder. Alguna incluso había renunciado a su carrera profesional.
Aquí todas nos pusimos a hablar a la vez. Cada una trajo un caso. Yo recordé que mi peluquero se casó (o se juntó, no sé) con una chica que era abogada. Una mujer “liberada”, sin hijos y que se ganaba la vida. Con el tiempo empecé a verla por la peluquería. Ordenando cosas, redecorando, trayendo género distinto. Incluso lavando alguna cabeza si andaban apurados. En resumen: se lo pasaba mejor en ese nuevo mundo, charlando con gente y compartiendo intereses y horarios con su pareja. Y tan contenta. Otra de mis amigas recordó el caso de una brillante tiburona de las finanzas que ahora tiene una empresa de catering y que hace… tartas. No conocían ningún caso en que un hombre hubiera hecho eso. Salvo un compañero de trabajo que tuvo una crisis, lo dejó todo y se fue a viajar por el mundo. Pero no parecía lo mismo. Y la pregunta era: ¿para eso tanto estudiar? La explicación de Susan Pinker es compleja, pero puede resumirse en que, en general, mujeres y hombres necesitan diferentes cosas para estar satisfechos. Las mujeres no tienen por qué sentirse realizadas con lo mismo que ellos. De hecho, a las mujeres les importan menos los factores externos (dinero y reconocimiento) que a los hombres a la hora de valorar los trabajos.
Quizá fuimos demasiado optimistas pensando que en un entorno que anima a las mujeres a realizarse no habría diferencias. Los ejemplos que vertimos durante el aperitivo eran meras anécdotas. No sirven para sacar conclusiones de nada. Pero es la ciencia la que refuta la noción de que los dos sexos son simétricos. Y esto no gusta a todo el mundo y por eso Susan tuvo que cerrar el blog. Fue una lástima.