Creo que conservo mis principales regalos de Reyes Magos. A saber: una barbie sirena, la isla pirata y la fortaleza El Dorado de Lego, la mariposa gusiluz, la tortuga gusiluz, el CD del Rey León, la casete de La Bella y la Bestia, y un Nenuco con canastita. La bicicleta (como en Zipi y Zape, era el regalo que no llegaba, hasta que un año apareció en el salón, con un lazo encima, y yo no me lo podía creer) fue regalada a una niña amiga cuando se me quedó pequeña. A mí me dieron entonces la de mi primo, que ya medía un metro ochenta y no podía seguir usándola. El Meccano, que tanto me gustaba, se lo regalé, ya con veinte años, a un amigo bastante mayor que yo a quien nunca se lo habían traído los Reyes. Se le saltaron las lágrimas de la emoción.
En mi casa nunca faltó de nada, aunque mis padres siempre fueron espartanos en regalos y caprichos. Algunos juguetes no llegaron nunca. Los Reyes Magos ponían excusas en sus cartas mágicas cuando, por ejemplo, el juguete deseado eran un G.I. Joe, un He-Man (juguetes de chicos), la casa de Chabel (muy grande), o el castillo de Grayskull (que combinaba ser para chicos, muy grande, y demasiado caro). Lo achacaba yo a que en casa de mi vecino Germán – a quien siempre le traían de todo – eran mucho más espléndidos con el tentempié de lo que lo éramos en la mía. Ellos dejaban mazapanes, vino, y agua para los camellos. Nosotros galletas maría y agua. Recuerdo incluso una nota que decía “Gracias por el agua para los camellos, aunque las galletas no nos gustaron mucho”.
Era increíble ver la suerte que teníamos en casa, ya que los Reyes Magos tenían el mismo papel de regalo que nosotros; así de prestigiosos éramos los Sabadú. Pero un buen día – ni siquiera era navidad – até algunos cabos sueltos. Hablé con mi madre, y salí de la cocina como en la canción de Astrud. “Eso era todo”, me dije a mi misma (o algo parecido). Y corrí a decírselo a vecino Germán no por fastidiar, sino porque compartíamos todos nuestros secretos. Vino su hermana y me dijo que Germán estaba llorando. Tuve que decirle que había sido una broma pesada. Germán se lo creyó o hizo, para si mismo, como que se lo creía.
Entonces empezaron a cambiar las cosas en el vecindario. Unos lo sabíamos, y otros no. Y hubo un momento en el que todos los sabíamos a excepción de una niña a la que, en verano, unos niños mayores se lo contaron todo y se rieron de ella. Estuvo llorando en un rincón un buen rato. Y es que, cuando lo sabes, el mundo entero cambia. Pero cambia a peor. Afortunadamente, lo de los regalos no se acaba cuando entras en el club de los iniciados en el gran secreto. Sabes que, con el tiempo, recibirás calcetines, pijamas, o una corbata (mi padre, el pobre, siempre recibía una corbata, como todos los padres del mundo, supongo) en lugar de juguetes. Pactarás regalos en función de los ingresos. O, incluso, habrá regalos inexplicables porque nadie ha enviado carta alguna ( y lo digo yo, que un año le regalé a mi madre una rata de peluche del Ikea, presa de la desesperación) y porque todos respondemos “no me hace falta nada” cuando nos preguntan.
Pero lo peor de todo, sin duda, es que cuando sabes el secreto, el tiempo empieza a acelerarse. Antes de eso, la mañana de Reyes era larguísima, pacífica, cálida. A partir de ese momento se pasa en un suspiro y llega el día 7, donde todo vuelve a empezar, y donde nadie cree ya en nada. Por eso conservo los juguetes. Creo que me siguen haciendo falta.