Creo que en mi cerebro faltan las neuronas que tienen que ver con el fútbol: casi todo lo relacionado con ese deporte suele resbalar por mi mente y desvanecerse en la nada. Les juro que nunca sé siquiera quién va el primero en la Liga, y mira que es difícil vivir en esa ignorancia dadas las muchísimas horas que le dedican al tema los medios de comunicación. Pues yo ni me entero.
Y no es que tenga nada en contra del juego como tal. Puedo entender que haya gente a quien le guste muchísimo y que encuentre incluso apasionante seguir a algún equipo. Lo que me ocurre es que no soporto todo lo que sucede alrededor del fútbol. Especifico: del fútbol masculino, dado que el femenino, cada vez más relevante en los últimos tiempos, muestra unos modos muy diferentes.
Parafraseando a Karl Marx y lo que en su momento dijo sobre la religión, ese deporte parece haberse convertido en el verdadero opio del pueblo. La devoción que millones de personas de medio planeta sienten por lo que no debería ser más que un entretenimiento, lo ha situado en un universo propio, en el que la ética y las leyes que nos afectan a todos no tienen ningún significado. Por no hablar de la economía.
Que unos señores que corren infatigablemente detrás de un balón, por muchas maravillas que hagan con sus pies, se hayan convertido en los ídolos de masas más aplaudidos y remunerados es algo que se escapa a cualquier lógica. Los futbolistas son los héroes del momento, se les permite todo, se les perdona todo y se les paga todo como si cada día estuviesen descubriendo la vacuna contra el cáncer o hubieran conseguido la paz mundial para la eternidad.
Pero hay mucho más, claro: la cantidad de energía, tiempo y neuronas —no las mías, desde luego— que muchísima gente dedica a cada una de las menudencias relacionadas con un jugador (varón) o un partido concreto y que bien podrían dedicarse a cosas mucho más importantes para la sociedad. La manera cómo los equipos viven a menudo en una especie de limbo jurídico y fiscal, con deudas tremendas con Hacienda o con la Seguridad Social de las que se habla a veces para luego volver a esconderlas bajo la alfombra.
Y, sobre todo, la violencia que a menudo se genera en torno a un equipo, incluso en los campos humildes en los que juegan nuestras criaturas. Los gritos racistas y excluyentes. Los insultos a los jugadores rivales o a los árbitros. La sensación de «combate» que tantísimos seguidores parecen vivir ante un partido, expandiéndola de paso a su alrededor. De alguna manera, los futbolistas han sustituido en el imaginario colectivo a los antiguos guerreros que salvaban a la ciudad del enemigo, aunque al menos ellos lo hacen sin derramar sangre. Lástima que no pueda decirse siempre lo mismo de sus entornos.
Todo eso que ocurre alrededor del fútbol masculino me parece extremadamente agresivo e irracional, lleno de testosterona de la peor calaña. Por supuesto, los modales de su cúpula, la Real Federación Española de Fútbol, reproducen y simbolizan lo que ocurre en las calles. Como sin duda saben, esa asociación ha estado dirigida en los últimos años por unos señores —o más bien señoros— bastante sospechosos. Primero fue Luis Rubiales, el mismo que besó a la jugadora Jenny Hermoso sin su consentimiento para demostrar su poder y su hombría y que además está siendo investigado por corrupción. Tras su dimisión, le sustituyó de manera interina uno de sus leales, Pedro Rocha, inhabilitado recientemente por la justicia por extralimitarse en sus funciones.
Pero el colmo es que, esta misma semana, la Federación ha elegido como nuevo presidente a Rafael Louzán, expresidente de la Diputación de Pontevedra, un político del PP que en 2021 fue condenado por prevaricación a dos años de prisión y a ocho de inhabilitación para cargo público. El próximo febrero, el Tribunal Supremo debe decidir si avala o no esa sentencia. Entretanto, él y los que le han votado —clubes, futbolistas, árbitros, entrenadores y presidentes de las federaciones autonómicas— sostienen que este no es un cargo público, dado que el organismo es privado, aunque no lo parezca.
Supongo que en algún momento la justicia tendrá que decidir si Louzán, de confirmarse su condena, puede o no presidir la Federación. Entretanto, los admiradísimos capos del fútbol han vuelto a demostrar su poca empatía con las leyes y su entusiasmo por situaciones ética y estéticamente cuestionables. Pero a fin de cuentas, no parece que eso sea muy relevante: como bien dijo Trump de sí mismo, aunque alguno de los personajes protagonistas de todo este cotarro se pusiera a pegar tiros en la Gran Vía, los seguidores del fútbol masculino seguirían apoyándole. Así que, mientras haya en juego tantísimo dinero, tantísimo poder y tantísima testosterona abiertamente expresada, ¿qué les importan a ellos las leyes, la ética o la estética?