Opinión

Las voces de las mujeres que nos precedieron

Ángeles Caso
Actualizado: h
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Se acerca el 8 de marzo en medio de decepciones, debates, desconfianza y hasta rupturas públicas, que de todo eso hay ahora mismo entre las mujeres concienciadas con los asuntos que nos conciernen. En lugar de atender a ese ruido que a ratos me resulta ensordecedor, prefiero pararme a pensar un momento en todas las mujeres que nos han precedido en la lucha.

La palabra feminismo, con su acepción actual, empezó a utilizarse en Francia alrededor de 1870, justo en el momento en el que ciertos grupos de obreras y burguesas comenzaban a organizarse para reclamar sus derechos. Pero estoy segura de que las ideas que ese término cobija son tan viejas como la propia existencia del patriarcado.

¿Cuántas voces femeninas habrán intentado alzarse a lo largo de los siglos contra las leyes, las costumbres y los pretendidos principios sagrados que se empeñaban en mantenerlas silenciosas y obedientes? ¿Cuántas mujeres habrán pagado carísima la osadía de discutir las condiciones de esclavitud a las que se las sometía? ¿Cuántos millones de ellas habrán sido torturadas, violadas, encarceladas, mutiladas, abandonadas, encerradas en sótanos, torres o manicomios, cuántas habrán terminado apedreadas en la plaza pública, quemadas en una hoguera, descuartizadas en un camino, degolladas en su propia casa por haberse atrevido a ser un poco libres, un poco personas, tan solo un poco?

Aun así, a pesar de todas las persecuciones, a veces, de entre la grisura amorfa del anonimato y el silencio que envuelve a los millones de mujeres del pasado, emerge alguna voz profunda, poderosa, como un pájaro alzándose por encima de las nubes oscuras. Pienso en el llamamiento que Safo nos hizo a todas —«Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro»— y me esfuerzo en escuchar los susurros y los gritos de las que tuvieron el valor de tomar la palabra en nombre de las muchísimas que no podían hablar.

Recuerdo a Christine de Pisan, que cogió la pluma en el París de 1401 para responder a los ataques furibundos que algunos renombrados misóginos del momento lanzaban en sus escritos contra el sexo femenino. Con sus cartas y sus libros —en especial, La Ciudad de las Damas—, Pisan inauguró lo que se llamó durante siglos «la querella de las mujeres», la reivindicación a través de una multitud de escritos sucesivos de nuestra capacidad intelectual y moral, haciendo frente así a la negación total de autocontrol, reflexión y conocimientos por la que éramos atacadas.

Una y otra vez, a lo largo del tiempo, puedo oír esa rebelión, quejas y reivindicaciones que resuenan llenas de un dolor que entiendo muy bien —¿qué habría sido de mí si hubiera vivido en un mundo en el que se me hubiera negado, para empezar, la capacidad intelectual?—, pero también de valentía, pues hacía falta tener mucha para enfrentarse así al conjunto de la sociedad.

De entre todas las mujeres que alzaron su voz para que mi vida fuese mejor que la suya, quiero recordar hoy las palabras, frescas y potentes como pocas, de Doña María de Zayas. La escritora madrileña del Siglo de Oro tenía muy claro que el asunto de la «querella de las mujeres» era una lucha de poder. Esto escribió en 1637: «Porque si esta materia de que nos componemos los hombres y las mujeres […] no tiene más nobleza en ellos que en nosotras; si es una misma la sangre; los sentidos, las potencias y los órganos por donde se obran sus efectos son unos mismos; la misma alma que ellos, porque las almas ni son hombres ni mujeres: ¿qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podemos serlo? Esto no tiene, a mi parecer, más respuesta que su impiedad y tiranía en encerrarnos y no darnos maestros […] Porque si en nuestra crianza, como nos ponen el cambray en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran libros y preceptores, seríamos tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres.»

Esa batalla por la educación —al menos, la educación—, que fue durante cientos de años la de infinidad de mujeres, la hemos ganado (siempre pacíficamente). Esa y muchas más. Nos quedan pendientes otras cuantas para construir de verdad un mundo mejor y más justo. El viernes iremos a la manifestación a clamarlo, pero, mientras lanzamos nuestras consignas, tendremos que oír cómo en la acera de enfrente lanzan otras diferentes, y volveremos a tener la triste sensación de que, separadas, vamos por mal camino.

En medio de esa discordia, yo intentaré que en mis oídos resuenen una y otra vez, unidas, las voces de quienes nos precedieron, me esforzaré por recordar el sufrimiento de tantas y tantas mujeres del pasado y el heroísmo de otras muchas que se dejaron el prestigio, la libertad y hasta la vida por defenderme a mí, ahora. Y trataré de honrarlas a ellas mientras me esfuerzo por que mis propias palabras y gestos abran igualmente caminos irrebatibles para las que vienen detrás: tan solo somos eslabones de una larguísima cadena, cuyos orígenes se pierden en el tiempo, que no se nos olvide.

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