Opinión

Las perpetradoras del mal

Ángeles Caso
Actualizado: h
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El Memorial de la resistencia alemana en Berlín es un centro de interpretación y recuerdo de la lucha interna contra los nazis, una de las diversas instituciones de ese tipo que los alemanes han sido capaces de crear en viejos edificios fascistas «resignificados»: el Memorial está situado en el Bendlerblock, un inmueble que fue Ministerio durante el Tercer Reich y sede del mando supremo del ejército, aunque su elección como espacio de memoria se debe a que en su patio fueron ejecutados muchos de los resistentes contra el nazismo.

Los resistentes y las resistentes, debería decir, porque también hubo muchísimas mujeres implicadas en el combate contra aquella atrocidad, y algunas de ellas fueron igualmente asesinadas en ese lugar. En estos momentos, el Memorial alberga precisamente una exposición en la que se homenajea a un puñado relevante de esas mujeres, gentes de todas las clases sociales y de distintas ideologías, pero unidas por la lucidez y la valentía, que en muchos casos se convirtió en auténtica heroicidad. Si se las recuerda ahora, es porque, como de costumbre, la mayor parte de sus nombres y el rastro de su combate no existen en el relato historiográfico tradicional, centrado casi exclusivamente en el papel jugado por los hombres: un truco más del androcentrismo habitual, que se extiende a todos los aspectos de la memoria y a cualquier tipo de canon, como si las mujeres solo fuésemos una enorme masa gris, anónima e informe, dedicada durante milenios en exclusiva a gestar, parir y revolver los guisos para que no se quemen, cumpliendo tal cual, precisamente, el sueño fascista y nazi para nuestro género.

Al mismo tiempo, en una de las plataformas españolas de televisión, está disponible en estos momentos Las mujeres de la Alemania nazi al servicio de Hitler, una serie documental australiana que analiza la complicidad de las alemanas con el Tercer Reich: sin ellas, afirman sus autores, el poder de Hitler y sus secuaces no hubiera sido posible. Viendo muchos de los testimonios y datos que se ofrecen en sus cuatro capítulos, resulta difícil negarlo, aunque se echa de menos una mayor contextualización histórica sobre el por qué de la subordinación del género femenino a la estética y la «ética» nazis, que tan espantosa y perfectamente simbolizaron en aquel momento lo peor de los viejos ideales patriarcales.

Lo que sí explica la serie es cómo muchas de las protagonistas de aquel horror pasaron desapercibidas en la Alemania de la posguerra: en ese olvido, coincidieron curiosamente con las resistentes. Y no es casualidad, claro. Si en el caso de las luchadoras contra los nazis su borrado de la historia se debió al deseo consciente o inconsciente de afirmar que todo lo valioso lo ha protagonizado el género masculino y que solo los hombres pueden ser héroes, en el caso de las perpetradoras, las razones fueron las opuestas. Resultaba muy difícil aceptar que un número relevante de alemanas hubieran podido, por ejemplo, ser guardianas de los campos de exterminio, enfermeras que participaron en experimentos atroces o trabajadoras del demoníaco programa Aktion T4, una campaña secreta para exterminar a los enfermos mentales alemanes y a las personas con discapacidad y durante la cual se asesinó, en nombre del beneficio para la «raza aria» y para la economía del Reich, a casi 300.000 personas, incluidos muchísimos niños y niñas, aunque fuesen de pura estirpe germana.

La violencia ejercida por aquellas mujeres era tan imposible de imaginar, que de las 3.500 guardianas que trabajaron en los campos, solo 77 terminaron siendo procesadas, y ni siquiera todas ellas fueron condenadas. El resto de las criminales se desvanecieron en el olvido y la impunidad, amparadas por la dificultad de la sociedad patriarcal para identificarlas como verdugos: los estereotipos de género jugaron en este caso a su favor.

Es muy sorprendente: el patriarcado puede considerarnos brujas, embusteras o putas, pero no alcanza a vernos como torturadoras, asesinas violentas o genocidas. ¿Debería decir que también podemos serlo, igual que los hombres? ¿Que tenemos derecho a serlo, puesto que ya ha quedado claro que no somos ángeles? ¿Debería enorgullecerme, en nombre de la igualdad, de la existencia de esas mujeres atroces? El asunto, estarán de acuerdo conmigo, es complejo.

Las mujeres crueles y violentas no son peores que los hombres crueles y violentos: forman parte de la misma escoria humana. Pero llaman más la atención —o menos, en el caso de las nazis— porque, a lo largo de los siglos, nuestro género ha sido menos proclive a participar de ese tipo de comportamientos. Y sinceramente, eso sí que me enorgullece: bienvenida sea la diferencia. Porque la cosa no siempre va de que nosotras seamos iguales a ellos; hay muchos aspectos de la vida, como este, en los que deberíamos aspirar a que ellos terminen por ser iguales a nosotras: ojalá llegue un momento en el que, en el imaginario común sobre el mal del que somos capaces, tampoco encajen los hombres. ¡Cuánta paz para todos!

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