No sé si han leído ustedes el artículo de la periodista palestina Razan Malash que este mismo medio publicó hace tan solo dos días. Malash habla en su texto de las inmensas dificultades que están viviendo en Gaza las mujeres embarazadas y los recién nacidos: el miedo de las madres ante las bombas, su angustia por la falta de condiciones médicas e higiénicas para dar a luz a sus hijos, la carencia de cosas tan elementales para su supervivencia y la de sus bebés como el agua potable. Uno de los testimonios me sobrecoge especialmente. Es el de una embarazada de gemelos que asegura que querría retener a sus niños dentro de ella, sin parirlos: no se ve capaz de traerlos al mundo en medio de una guerra tan atroz como la que está viviendo la población palestina.
Me veo a mí misma a punto de tener a mi hija, hace ya más de treinta años, bien alimentada y cuidada, sabiendo que prácticamente cada semana de mi gestación estaba vigilada por las ginecólogas y las matronas, segura de que todo iría bien y de que dispondría de todos los recursos para criarla sin problemas. Me recuerdo feliz y emocionada, esperando ansiosa el momento de verla y besarla por primera vez, y siento una profunda compasión hacia esas mujeres condenadas a esconderse de la muerte que cae del cielo mientras tratan de proteger a las criaturas dentro de sus vientres, aterrorizadas ante la idea de no poder nutrirlas, lavarlas, arrullarlas tranquilamente en sus brazos mientras les cantan una nana porque a su alrededor solo habrá escasez y desolación y el ruido infernal de los misiles y los drones.
Durante milenios, traer hijos al mundo ha sido algo enormemente difícil y arriesgado, tanto para las madres como para los bebés. Hasta bien entrado el siglo XX, la mayoría de los niños que nacían no llegaban a alcanzar los 7 años de edad: cualquier enfermedad de las que ahora evitamos con una vacuna, cualquier virus o infección que hoy en día curamos o aliviamos con unas cucharaditas de un jarabe, provocaba la muerte de infinidad de criaturas, a menudo debilitadas además por las carencias alimenticias y la falta de higiene.
Para las mujeres, los embarazos y los partos suponían aterradores episodios de peligro, a veces continuos a lo largo de sus años fértiles. De hecho, hasta tiempos muy recientes, la esperanza de vida del sexo femenino ha sido menor que la del masculino: morirse durante un alumbramiento complicado, un posparto que se torcía o un aborto que no acababa de resolverse bien era algo común.
Todavía lo es en muchos lugares del mundo, en infinidad de zonas alejadas de hospitales, medicamentos y medidas higiénicas básicas. Me pregunto cuántas mujeres morirán a lo largo del día de hoy en algún rincón del planeta, mientras se esfuerzan por dar a luz a una criatura que tal vez ni siquiera han deseado. Muchas de ellas serán menores, niñas apenas púberes, violadas por un desconocido, un familiar o, incluso, un marido que las ha comprado, y cuyos cuerpos no poseen aún las condiciones necesarias para enfrentarse a la compleja y exigente tarea del parto.
Cuesta hablar de todo esto, lo sé. Probablemente algunos de ustedes estarán a punto de saltarse el resto del artículo, si es que no lo han hecho ya. Es desagradable, es triste, es perturbador. Pero también es una verdad enorme, innegable, irremediablemente ligada a nuestro cuerpo de mujeres y a nuestra realidad como género. Ponerla sobre la mesa, nombrarla y reflexionar sobre ella no va a evitarla, pero puede contribuir al desarrollo de políticas y agendas feministas que cambien las mentalidades y los comportamientos y ayuden a las mujeres más olvidadas a alcanzar un día el grado de decisión y protección que poseemos a este respecto las privilegiadas habitantes del mundo occidental.
Vuelvo de nuevo la vista hacia las madres de Gaza y sus bebés, a las que ha hecho estremecedoramente vulnerables la guerra. No sé cómo, realmente no sé cómo, pero querría envolverlas a todas desde aquí en un abrazo que acallase las bombas para que ellas puedan sentarse tranquilamente a la sombra de una higuera a acariciar sus vientres mientras sueñan con el futuro de sus niñas aún no nacidas, para que sus partos sean dignos y sanos, para que sus diminutas criaturas puedan mamar alegremente de sus cuerpos tranquilos y dormirse luego entre cantos viejos como el mundo, definitivamente mudo al fin el rugido de todos los motores asesinos, el estallido de todos los ingenios de la muerte, frente al esplendor tan simple, tan esencial, de la bellísima vida que empieza.