Los expertos sostienen que llorar es beneficioso para nuestra salud: libera el dolor, el estrés, e incluso, dicen que nos humaniza. Hay gente muy reacia a que le vean llorar en público, pero personalmente no es mi caso. Yo puedo llorar con todo: con una mala noticia, sí, pero también con un anuncio de esos blandos donde los hijos llevan a sus padres al fútbol recordando la época en la que la cosa era al revés; con un libro, con una película (en Memorias de África, por ejemplo, cada vez comienzo antes porque, claro, ya sé cómo acaba). De hecho, mi hermana mayor me decía siempre que parezco La Dama de las Camelias en el último acto. Y no lo niego.
Este fin de semana ha sido de emociones fuertes. He visto, encantada, el homenaje que Roland Garros le ha hecho a Rafa Nadal. El público parisino que, en sus primeros partidos en ese torneo, allá por el año 2005, pitaba a Rafa, acabó rindiéndose a la evidencia y entregándose a ese jugador que nunca dio una bola por perdida y que ganó hasta 14 veces la Copa de los Mosqueteros. Para la eternidad quedarán en la Philippe Chatrier esos momentos y la propia huella de Rafa. El domingo no faltó de nada: el vídeo homenaje, los agradecimientos a su equipo, a su tío Toni, a su familia, a sus abuelas, a su mujer… Nadal, que no es muy dado a expresar sus sentimientos, nunca ha ocultado las lágrimas cuando ha sido necesario (en la despedida de Federer, por ejemplo) y en su propio homenaje llegó a llorar a borbotones, incluso viendo al personal que trabaja en el torneo. Ni Federer, ni Djokovic ni Murray quisieron perderse tampoco ese momento. Los franceses supieron hacer lo que no hicimos los españoles: ofrecer a Nadal un homenaje a su altura, quizá porque, en el fondo, siempre acabamos siendo mediocres con el que triunfa, como si no se mereciera más fanfarrias de las necesarias.
Lágrimas también hubo en la despedida de Luka Modric del Real Madrid y enternecía ver cómo finalizaba sus breves palabras utilizando una frase que parecía sacada más de la carpeta de una adolescente o de un manual de autoayuda: “No llores porque ya se terminó, sonríe porque sucedió”, dijo el capitán del Madrid. Y a él todo se le perdona porque su arte ha estado en el terreno de juego, como el de tantos otros.
También lloraron este fin de semana Carlo Ancelotti, el entrenador más laureado de la historia del club, y hasta Florentino Pérez del que creíamos, como el personaje que interpreta Harrison Ford en “Sabrina”, que era “el único donante de corazón que seguía vivo”.
Como buena blandengue que soy, me he emocionado con todos ellos recordando que nos hicieron pasar grandes momentos y permitieron que nos olvidáramos de una realidad que a veces sí que es para llorar, aunque, para soltar alguna lágrima, no hace falta justificarse porque, como decía Lorca: “Quiero llorar porque me da la gana”.