A veces se nos olvida, sobre todo a los que vivimos en grandes ciudades como Madrid, que por encima de nosotros cada noche siguen brillando las estrellas.
Se nos olvida porque nunca las vemos debido a la contaminación lumínica que tenemos en las ciudades y lo que sucede es que cuando volvemos al pueblo de nuestros padres, vamos al pueblo de unos amigos o simplemente nos damos un paseo por la playa en una pequeña localidad donde no hay contaminación lumínica, nos encontramos de nuevo antes la majestuosidad de un cielo estrellado que habíamos olvidado que existía.
Estrellas que llevan miles de años guiando a navegantes por todos los mares, a los viajeros que atravesaban desiertos o simplemente a los que viajaban por los caminos a pie, en caballo o en carros.
Recuerdo cuando era una adolescente tumbarme algunas noches de verano a mirar el cielo e intentar encontrar alguna de las constelaciones que entonces los amigos ya habíamos aprendido a encontrar: La Osa Mayor, La Osa Menor, Orion o Casiopea. Con suerte, en cielos a campo abierto podías incluso ver la Vía Láctea. Siempre me sentía pequeñita cuando observaba las estrellas y al mismo tiempo mirar esa inmensidad era de alguna manera reconfortante. Entonces soñaba con ser astrofísica. Al final estudié Físicas en la Universidad, pero lo de ser astrofísica creo que quedó para otra vida.
Antes de que Galileo fuera condenado por hereje por defender que la Tierra no era el centro del universo ya existieron numerosos estudiosos de las estrellas a lo largo del mundo y de la historia en lugares tan separados como Mesopotamia, la India, Egipto o la Antigua Grecia.
Aristarco de Samos, en el siglo III a.C. fue el primero en proponer el modelo heliocéntrico del Sistema Solar (modelo que propone que la Tierra gira alrededor del sol), que recogió Nicolás Copérnico dieciocho siglos más tarde para realizar con sus planteamientos la revolución copernicana, una de las mayores contribuciones a la ciencia en nuestra historia que sustituyó para siempre la idea de Ptolomeo de que la Tierra era el centro del universo.
El estudio de las estrellas ha evolucionado desde las primeras observaciones hace miles de años. El conocimiento del universo, de qué están hechas las estrellas y los cuerpos estelares, cómo es la vida de una estrella, la ciencia nos ha ido ofreciendo respuestas a preguntas que venimos haciéndonos desde hace miles de años. Hoy los astrofísicos diseñan experimentos que les permitan confirmar la existencia de la materia oscura (se estima que el 85% de la materia del universo es materia oscura) y de las partículas fantasma o neutrinos. Con este fin se proyectan laboratorios de detección de estas partículas debajo de montañas o incluso bajo el mar. Se trata de detectar el eco de los primeros momentos del universo, si es que puede ser detectado y seguir entendiendo el universo en el que nos encontramos, si es que podemos llegar a entenderlo.
Pero no necesitamos pensar en estas partículas cuya existencia aún no ha podido ser demostrada empíricamente para seguir sintiendo el mismo asombro que antes que nosotros han sentido tantos otros durante el transcurso de la historia. Por más que uno haya estudiado las leyes físicas que explican el movimiento de los astros, basta encontrarse una noche sin nubes en el campo para sentirse abrumado por la belleza y la grandiosidad de un cielo estrellado. Pensar incluso en lo fugaz que es nuestra vida comparada con la edad de las estrellas.
Puede también sonar extraño el conocer que muchas de las estrellas que observamos ya no existen, que lo que vemos es la luz que emitieron, puede que hace miles, millones de años, lo que nos llega es tan solo el eco de su existencia.
Esta semana muchas personas se habrán asomado al cielo para ver las Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo, la lluvia de meteoritos que no son sino los escombros del cometa Swift- Tuttle y que alcanzan nuestra atmósfera cuando se cruzan las dos órbitas. Cuesta pensar que en realidad estas estrellas fugaces sean trozos de roca, tal es su belleza cuando las contemplamos desde la Tierra.
Pienso que mirar al cielo es un ejercicio de Estética y de humildad. De Estética (en el sentido filosófico) porque nos recuerda que la belleza es eterna y entrando por nuestros sentidos puede cambiar nuestra percepción de las cosas. De humildad porque nos recuerda que nuestras vidas son un soplo si las comparamos con las vidas de las estrellas.
Quizá algún día, alguien en algún lugar pueda contarnos algo más de lo que sabemos actualmente sobre la vida del Universo. Mientras, cuando sea posible, abramos los ojos y contemplemos el océano de estrellas que llega cada noche.