Opinión

Lágrimas negras

Cristina López Barrios
Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

Mediodía, otoño, aeropuerto de Barajas. Una pantalla a la cabeza de un finger donde leo: La Habana. Hace veinticinco años que la visité y no he regresado; me viene a la boca el bolero cubano más famoso: Aunque tú me has echado en el abandono… Apenas he tomado conciencia de que me marcho a Cuba, son semanas en las que viajo de un lado a otro, anoto en una agenda lo que no debo olvidar, a veces ya lo he olvidado una vez encuentro el boli. La velocidad, la prisa. No parecen tiempos de boleros en Madrid y entonces vuelo nueve horas, atravieso el Atlántico y llego a La Habana. Llueve, llueve y el avión tarda en aterrizar. Acaba de marcharse el huracán Milton de Florida y Oscar amenaza con tocar tierra cubana. Ya es de noche. Cuando salgo del aeropuerto, de camino a la ciudad, el viento agita las ramas de las palmeras con fuerza.

Tras horas de insomnio, amanece nublado. Hace un fresco caribeño típico de esta época del año. En el Malecón, han cerrado varios carriles al tráfico porque las olas del mar Caribe saltan el muro. Por la calzada están desperdigados los objetos que arrojan. Esta vez no me podré sentar en el murete, como hacen turistas y cubanos, pero sí puedo ver el castillo del Morro que custodiaba y custodia la bahía de La Habana desde hace siglos con su batería de cañones.

Pronto aparecen los coches que parecen sacados de una película americana de los años cincuenta, los dicen los almendrones y en ellos dan paseos a los turistas. Hay un Buick rojo con los asientos en cuero blanco que me enloquece. La mayoría están apostados frente al museo de Bellas Artes, que en tiempos fue la casa de Asturias y, frente a él, el bello e icónico teatro de Alicia Alonso, que fue también sede de la casa de Galicia. Los llaman almendrones porque son antiguos, me cuenta un chófer que me acerca al centro. Pero este fin de semana no se ven muchos turistas, ha habido un apagón en todo el país que se siente en las calles de La Habana Vieja por las que paseo. Restaurantes y tiendas están cerrados, solo algunos que tiene generador propio son los que dan servicio, como el famoso Floridita, la cuna del daiquiri. Dentro hay una amalgama de locales y turistas que comen langosta a la cubana, al grill, ropa vieja y beben amenizados por el son cubano. Escucho las maracas, una voz rota que canta ese bolero hermoso que adoro: Lágrimas negras. En un extremo de la barra hay una batería de daiquiris listos para servir, en el otro, una escultura color bronce de un Hemingway sonriente. ¿Cómo habría sido su Habana? Diferente a la mía de hoy. Las casas siguen siendo bellas, con sus azules y verdes descascarillados por el tiempo, sus columnas, sus balcones, sus porches, sus enrejados. Los estilos se mezclan en los diferentes barrios, desde el colonial al neoclásico pasando por el barroco.

Me maravillan los palacetes del barrio del Vedado, con sus jardines y sus árboles que parecen manglares. Si algo me gusta de La Habana es su arquitectura, sus iglesias, como la San Francisco, la catedral de piedra que se alza en una plaza, la mejor representante del barroco cubano, donde las fachadas coloniales y sus ventanas de vidrieras son un delirio. Los rickshaw habaneros discurren entre las calles mojadas, se ven algunos puestos de frutas, pero este fin de semana encuentro a la ciudad más silenciosa y taciturna. El tema de conversación principal es si ya llegó la luz a un barrio o a otro. Entre el sábado y el domingo se va restableciendo por horas y por zonas. “¿Tú tienes luz?”, se preguntan entre ellos, en mi barrio no llegó, pero sí en el de mi madre, anoche solo unas horas, pero dicen que vuelve, que viene un barco con petróleo, que ya arreglaron la central… poco a poco se escuchan más boleros en las calles, suenan las dulces maracas en más lugares, y mientras llueve, llueve en La Habana y la azota un viento con restos de huracán.