Una estampa atemporal a la salida de los colegios es la de los chicos de once años en adelante relacionándose a través de empujones. Nunca lo he entendido demasiado bien. Se trata de grupos de tres o más muchachos (nunca lo he visto en grupos de dos, y mucho menos he podido divisar a kamikaze alguno) que ¿juegan? A empujarse unos a otros valiéndose del peso añadido de las mochilas. No pocas veces el receptor del empujón es un chico (o chica) que no tiene nada que ver con la historia, pero siempre es alguien de su grupo social. Es decir, no empujarán (deliberadamente) a un hombre que vaya por la calle, o a una señora que pasee al perro.
La violencia funciona, en individuos primitivos, como una forma de sometimiento. Se relaciona con la celebración y el júbilo. Este verano se jugaba la Eurocopa y, entrando al cine, coincidí con la salida de una proyección de un partido en pantalla gigante. Uno de los espectadores tuvo a bien golpear una placa metálica por encima de las escaleras de acceso. Acto seguido, todos los varones (ninguna mujer) golpearon con fuerza esa misma placa, hoy abollada, a la salida del recinto. ¿Por qué? Porque la alegría que provoca que gane España no entiende de leyes.
En otro de estos partidos estivales –aprovechando que mi balcón da a un cruce– hablé con un amigo sobre cuánto tardarían en producirse los primeros altercados. Nueve minutos, ni uno más, tardó el primer grupo de chicos en golpear los contenedores. Cada pandilla que pasaba golpeaba los cubos, producto de un éxtasis que tal vez no incluyese siquiera consumo de estupefacientes. Una de las cédulas hinchas de nuestra alineación se subió a un coche, sobre el que botaron alegremente un buen rato. De cuándo en cuándo se escuchaba una sirena de policía. Esto duró hasta el amanecer.
No puedo dejar de vincular la violencia al grupo, y muy en concreto a los grupos masculinos intelectualmente primitivos. Es raro que un individuo solo se dedique a gritar o a saltar sobre un coche. Se le tacharía de loco. Si lo hace en grupo, ya es otra cosa.
La violencia en el fútbol anula toda convención social, borra de un plumazo el pacto elemental de convivencia que tácitamente firmamos al integrarnos en el mundo. La tolerancia a la misma es altísima. No vemos esto prácticamente en ningún otro deporte. Incluso en el fútbol infantil son frecuentes los insultos y la violencia. Pocas veces he pasado tanto bochorno como en el primer partido amistoso infantil al que asistí. Incluso desde las fuerzas del orden se tolera este comportamiento salvo si llega a casos muy muy extremos.
No creo que los implicados se paren a pensar en el porqué de sus acciones. Lo vivirán como algo normal, inherente a su ocio. Jamás se pararán a pensar en a quién molestan con sus acciones. El típico grupo de hinchas que entra en el vagón de metro y que golpea paredes, barrotes, haciendo zozobrar el tren, y qué, cuidado con decirles algo. No me refiero siquiera a grupos ultras escorados hacia el ideario nacionalsocialista. Me refiero a simpatizantes normales y corrientes, que luego tendrán un trabajo en el que no dirán una palabra más alta que otra. Ya lo decía el tatuaje de uno de aquellos cabestros sevillanos: “El poder del lobo reside en la manada”. Todo eso escrito en cursiva, con el tirabuzón de cursilería que le aporta ese “reside”. Pertenecer a la masa te deshumaniza, te libera del peso de la responsabilidad, y facilita que se pueda actuar en situaciones que, en soledad, serían punibles. Cuando se habla de erradicar la violencia en el fútbol me pregunto si existe un fútbol sin violencia. Pienso en todas esas veces en las que un señor corpulento va a pararle los pies a un grupo de chavales de los que no conocen ni el miedo ni el respeto, y que le hacen caso únicamente por el vago pero primario temor a ser agredidos físicamente.
La violencia es una espita por la que se libera la tensión social acumulada. Hay quien hace de ellos una forma de vida, o que aprovecha las licencias sociales que se le concede al comportamiento asocial (fútbol, adolescencia, fiestas populares), y hay quien no utiliza la violencia porque mantiene el principio de solidaridad por el que no hace a otros lo que no quiera padecer. Me pregunto qué rencores no guardarán esos chicos solitarios que siempre se llevan el golpe a la salida del colegio, y también si habrá un tiempo en el que todos podamos expresar nuestra furia, nuestro júbilo y nuestro descontento con la misma libertad que ellos, los que tienen patente de corso con la violencia.