Por desgracia, no es una película de terror. Es más, si alguien hubiera escrito este guion o esta novela, se le acusaría de exagerado, absurdo y, si la autora fuese una mujer, probablemente también de «feminazi» y otras muchas perversiones ideológicas y psicológicas. ¿Qué me cuenta usted, señora?, clamarían las voces de los escandalizados, esas cosas no ocurren.
Pero sí ocurren, sí, y en este momento tenemos la prueba indubitable. Ocurre que un marido aparentemente normal es capaz de drogar a su mujer e invitar a otros hombres a violarla al menos en 92 ocasiones, según recogen los vídeos presentados en el juicio. Ocurre que ese vecino tan agradable ha tenido la desfachatez de archivar todo ese material en su ordenador en una carpeta titulada «Abusos», así, con esa palabra espantosa y rotunda que probablemente despertaba en él un placer especial. Y que además ha dado lecciones a otro hombre al que enseñó sus métodos, aprovechando para violar él, de paso, a la esposa de su discípulo.
Ocurre que los 51 violadores que han sido identificados de un total de 83 viven cerca de la casa del matrimonio Pélicot, en un pueblo de 6.000 habitantes, lo cual lleva inevitablemente a preguntarse cuántos, cuantísimos más habrían deseado hacer lo mismo de haber podido. Y que todos tienen edades, profesiones y niveles de educación muy distintos, desde Joan K., militar de 26 años que violó a Gisèle el mismo día en que nació su hija, hasta Romain V., de 63, que la penetró sin preservativo en seis ocasiones a pesar de ser seropositivo. Algunos ya habían tenido problemas por sus desviaciones sexuales o su violencia machista, pero son los menos: la mayoría eran hombres «decentes», muchos de ellos queridos y respetados por sus familias, como su propio líder. No monstruos, sino señores integrados y comunes.
Por desgracia, nadie en sus cabales puede creerse que todo ese horror sea casualidad. Porque pone de relieve una verdad profunda, que parece incrustada a hierro en las neuronas de un número incalculable de hombres que han aprendido a serlo en una sociedad patriarcal: la aterradora idea de que nosotras hemos nacido con el único objetivo de estar a su disposición, la convicción avalada por una larguísima historia de que nuestros cuerpos les pertenecen. Muchos de los acusados han puesto como excusa que creían que Gisèle participaba voluntariamente en esas atrocidades y fingía estar dormida o se drogaba a propósito. Sabemos que es mentira, porque las instrucciones que recibían de Pélicot sobre cómo debían comportarse para que ella no sospechase eran de sobra claras. Pero que se atrevan a utilizar semejante cuento demuestra que están convencidos de que sus asquerosas fantasías de violación pueden ser compartidas por las mujeres: para esos hombres —¿y cuántos más?—, el cuerpo de una mujer es solo el receptáculo de sus antojos, una cosa inerte que existe para acoger su voluntad, sea esta la que sea.
En torno a este juicio, se está hablando mucho de desviación sexual, perversión y parafilia, pero considero que utilizar esos conceptos no sitúa el debate en el lugar que merece: los violadores no buscan descargar el deseo, sino ejercer sobre las mujeres un poder absoluto que seguramente jamás pueden ejercer en otros aspectos de su vida cotidiana, alcanzar la patética sensación de dominio total sobre una persona rendida por el miedo o, como en este caso, por la ingesta de fármacos. Sí, todo esto trata de supremacía masculina, no de sexo, no nos equivoquemos.
Las 98 violaciones a Gisèle drogada representan las infinitas violaciones que se producen cada minuto en el mundo en un juego de poder que parece no tener fin. Ocurre, sí, constante e incesantemente. Y también ocurre que demasiados hombres, demasiados, están reaccionando a todo esto con una indignación que ya conocemos muy bien: ¡no todos los hombres somos iguales! Es lo mismo que tantos y tantos afirman airados cuando se habla de violencia de género. Por supuesto que no todos son culpables, pero es muy triste ver cómo tratan así de apartarse del asunto, como si ellos, una vez más, no se vieran concernidos por algo que solo nos afecta a nosotras, en lugar de reconocer el profundo problema estructural, educacional e ideológico que subyace en ese espanto, repudiar a los responsables y colaborar en corregir un comportamiento tan enraizado en la sociedad.
Pero también ocurre que Gisèle nos está enseñando algo que el machismo estructural no siempre nos permite ver claro: que no es ella la que tiene que sentirse mal por lo ocurrido. La frase de su abogado, “La vergüenza debe cambiar de bando”, debería convertirse en un lema en la lucha contra la violencia de género, sea física, psicológica o, como en este caso, sexual. Entre tanto, ella, Gisèle, se alza como una figura gigantesca que, de alguna manera, nos reivindica a todas. Enormemente poderosa, ella sí.