Poco o nada queda del Madrid castizo. Alguna hebra de Carrere, o de Alejandro Sawa. En una ciudad llena de conventos sin monjas y de palacetes sin nobles, el viento –cuando lo hay– podría recitar algún verso de Cansinos Assens: “En busca de la dicha ignorada, que hace describir, a través de las calles, círculos más extraños que los de un beodo”. Poco o nada queda del Madrid en el que crecimos. Poco o nada queda de Cáceres, Salamanca, Oviedo, Mallorca, Manises, o Tomelloso. La tabula rasa de la globalización ha terminado con todas las señas de identidad de los pueblos del mundo. A veces nos disfrazamos con los festejos propios de cada urbe, ciudad de provincias, o pedanía. Son un Día de Difuntos inconsciente, donde rendimos homenaje a nuestros ancestros a través de vestirnos y actuar como ellos, no sea que regresen de la tumba y del polvo, y nos condenen a llevar la vida que llevaron, sin comodidades ni más alivio que el de la verbena. Salimos, algunos de nosotros, a menear el esqueleto vestidos con ropa tradicional mal patronada, mal cortada en algún triste hangar chino donde unos señores que apenas tienen para comer nos hacen las labores más. Como ilusión no está mal. Mantenemos viva una llama, pero sólo por entretenimiento, porque somos unos brutos, como brutas han sido siempre nuestras costumbres. Somos tan brutos, tan brutos, que hemos estilizado una burrada como el toreo hasta el punto de convertirla en una actividad tan barbárica como estética. La tauromaquia, desplazada por el fútbol (antes balompié), no vive su mejor momento. A una parte de la juventud le es indiferente, y a otra le parece un atavismo intolerable. Quedan pues, en Las Ventas, una mezcla de gente de ciudades dormitorio y señoritos de pelo engominado. Quedan los aficionados silenciosos que no manejan redes ni organizan manifestaciones, comentando los lances entre pipa y pipa. Quedan los patrones, en las mejores localidades, viendo cómo sus prometidas reciben las orejas y el rabo, porque el torero es, creo yo, muy de agradar al señorito. A ellos se les une un nuevo público: el de la Golden Visa. Ese que va por España, y muy especialmente por Madrid, comprando todo pisazo, chalet, covacha o trastero que se le ponga por delante. Tratando, por lo general, bastante mal a los dependientes, camareros, porteros, y taxistas. Ellos son el nuevo público, los que tienen dinero y pagan en efectivo.
Hacia ellos está enfocado el ocio pujante de la capital. Para ellos gobiernan tanto Ayuso como Almeida. Por tanto no es de extrañar que la imagen de la Feria de San Isidro sea, en 2025 (un mes después de que se cierre el grifo de las Golden Visa), Victoria Federica de Marichalar y Borbón, la royal nini conocida por pintar la mona en todas las alfombras rojas, y por unos estilismos más aburridos que una muerte en beige. Un sopor de heredera que tiene pinta de que todo le parece “fenomenal”, a la que los estudios se le han hecho cuesta arriba aunque los ha completado en los mejores colegios (esos que son mejores por el talonario de los padres) y que, como la universidad se le resistía y la FP no la iba a hacer, ha enfocado sus pasos a ser influencer, un ¿trabajo? para el que basta con ser delgada, inmensamente rica, y más simple que una mata de habas. Lo de guapa ya tal, porque para eso están los tratamientos y retoques estéticos, que los puedes pagar en efectivo, a plazos, o con la tarjeta black del abuelo. El año pasado, la imagen de San Isidro fue Tana Rivera, otra apuesta por el pijerío rancio, pero Tana, al menos, es hija y nieta de toreros. “Vic” fue, novia de uno (Roca Rey), al que sólo iba a ver cuando él la invitaba, o eso dijo el diestro.
Es increíble –o debería serlo– que un consistorio seria elija a alguien como Victoria Federica para promocionar una feria tan importante como la de San Isidro; en la presentación estaban todos tan pichis, tan felices, con Albert Serra con gafas de sol pensando en a saber qué, y los demás aplaudiendo las siempre torpes palabras de la nini más fashion: “Si el rey Juan Carlos estuviera aquí, sé que estaría muy orgulloso”, palabras que te hacen pensar si se ha muerto el Emérito y no te has enterado. Pero no, sigue vivo. En Abu Dabi, sin pagar impuestos en España; orgullosísimo.
Olga Casado ha recibido el premio Mujer y Tauromaquia, pero ella no ha protagonizado el cartel. Para qué.
Hubo un tiempo en el que los carteles de todas las cosas eran bonitas, desde la publicidad de un linimento hasta los carteles de las grandes ferias. Hubo un tiempo en el que estas cosas las ilustraban Tadeo Villalba, Pedro Mayrata, José Paredes Jardiel, Serny, y otros grandes dibujantes de estilo reconocible. Luego llegó el ordenador, y la democratización de las herramientas, no así del buen gusto. El cartel de 2025 no es feo de por si. Es como una portada del Tentaciones del 94. Tiene su gracia, sus ecos de Juan Gatti. En esa época a lo mejor lo hubiera protagonizado Almodóvar, que antes de lo woke era orgulloso taurino. Lo que es insoportable es tener a esta chica, conocida sólo por su apellido, en todas partes. Victoria Federica, ¿por qué no nos dejas vivir en paz?